Estimado Edgar:
El pasado viernes 8 de diciembre, clavado en el asiento de un autobús que me llevaba de San Sebastián, mi ciudad, a Santander, la ciudad en la que viven mis padres, me llegó un correo electrónico enviado por tu hijo Eric. Pude leerlo gracias al celular, y así, sin previo aviso, me sacudió la noticia de tu fallecimiento.
Yo soy de esos tipos que no gustan de mostrar sus lágrimas en público, pero me tenías que ver allí, solamente protegido por la oscuridad de la noche, secándome el rostro con las mangas de un chándal.
Y es que tú y yo sabemos lo mucho que hemos disfrutado durante el último año cruzando correos desde San Sebastián a México D.F. y desde México D.F. a San Sebastián; fusionando tus recuerdos con mis investigaciones beamonianas, compartiendo información, pasión, compartiendo amistad. Compartiendo felicidad. La felicidad que el viernes me brotaba de los ojos.
Te has ido pronto y te has ido joven, Edgar. Sesenta y seis años recién cumplidos no es edad para dejar a los amigos. Perdona el reproche, Edgar, me ha podido la rabia.
Tu hijo Eric me dio la mala noticia y tu hijo Eric fue quien nos unió. Vuelve a mi memoria aquel escueto mensaje que me escribió a través del foro de ‘El Atleta’ el 10 de septiembre de 2011 diciéndome que era el hijo del jefe de jueces de Atletismo de México’68, el juez que sale junto a la tabla de batida en las fotografías del Ocho Noventa de Bob Beamon. Y pidiéndome una dirección de correo para profundizar en el contacto.
Ahora me río pero menudo susto me llevé. Evidentemente, en cuanto pude empecé a cartearme con Eric, y pronto me contó que era nieto del general Manuel Valle Alvarado, tu padre, claro, que asistió a todos los Juegos Olímpicos desde Londres’1948 hasta Moscú’80 excepto los de Montreal’76, además de ser miembro vitalicio del Comité Olímpico Mexicano. Así que él y tú ya erais nuevas generaciones de los Valle entregados al deporte.
Me relató, adelantándose a nuestros contactos, algunas de las anécdotas de aquel mágico 18 de octubre de 1968, como eso de que no podíais quitaros los sombreros porque la lluvia había despegado la goma y se os habían pegado a la frente; o esa, para mí tan alucinante revelación, de que el pincho que clavabais en la arena para medir los saltos era una aguja de tejer de tu madre, previamente aceptada por la IAAF, que acabados los Juegos volvió al canasto de costura.
Eric me escribió, además, porque estaba preparando un montaje fotográfico para regalártelo el 28 de noviembre en tu 65º cumpleaños, y buscaba la fotografía en la que Beamon y tú os estrecháis la mano al final del concurso. Modestia aparte, tu hijo acertó, porque si buscas fotos de Bob Beamon yo soy la persona adecuada. Y nos pusimos manos a la obra.
Y hace ahora un año, recién pasado tu cumpleaños, tú me escribiste por primera vez para darme las gracias. Yo quedé sobrecogido porque la fascinación que tú sentías por el Ocho Noventa sobrepasaba cualquier expectativa que yo me hubiera hecho. Y esto era muy importante para mí: el juez que estaba junto a la tabla donde pisó Bob Beamon antes de su vuelo legendario, el hombre cuyos ojos estaban más cerca del despegue milagroso, cuyos oídos escucharon los sonidos con los que yo he soñado tantas veces, guardaba en su interior las mismas emociones que yo he adquirido al estudiar el fenómeno. Cuántas veces he leído en voz alta tu despedida de aquel primer escrito: Edgar Valle, el juez de salto de longitud y quien avaló para el mundo ese maravilloso récord.
Hablar contigo era como mirarme en un espejo y verte a ti. Y es que aquello era magia pura, Edgar, piensa que tu rostro, colocado ahí, en las fotografías de Bob Beamon, me ha acompañado anónimamente toda mi vida. En mi carpeta del colegio, en las fotos de la pared de mi dormitorio adolescente, en las paredes de mi trabajo o en la cocina y en el salón de mi casa. Y de repente éramos amigos.
Y te lamentabas de que no hubiera podido entrar en el Estadio Universitario el 18 de octubre de 2008 y me asegurabas que si repito visita entraríamos juntos. Aún espero hacerlo algún día y cumplir mi sueño de saltar en el foso del Ocho Noventa. También sé ahora que si lo consigo será igual de emocionante pero ya no será tan divertido.
Me resolviste muchas preguntas y tú siempre me dabas las gracias a mí. Supongo que yo te despertaba recuerdos y emociones mientras tú conseguías que yo me sintiera casi físicamente en aquel pasillo y aquel foso mexicano en el que Bob Beamon marcó nuestras vidas. Juntos conseguimos poner nombre a casi todas las personas que estaban allí, una de las grandes incógnitas que siempre quise resolver y siempre creí imposible.
En fin, Edgar, se nos han quedado muchas cosas en el tintero, ya lo sabes, pero creo que este año nos ha cundido bastante. El otro día, en el correo en el que Eric me daba la triste noticia de tu muerte, me daba las gracias por el tiempo que he dedicado a platicar contigo sobre “el gran salto”, y me decía que ese gran salto era “la memoria más valiosa que tenía mi padre”. Y yo pegado al asiento de un autobús.
Tengo que despedirme Edgar. Qué mal se me dan estas cosas. Quiero que sepas que yo seguiré brindando por nosotros cada vez que encuentre algún nuevo dato, alguna foto, cualquier cosa que enriquezca nuestro universo beamoniano. Que algún día estrecharé yo también la mano de Bob Beamon, y que saltaré en el foso del Ocho Noventa.
Gracias por todo. Descansa en paz, amigo.
Juan Carlos Hernández.
PS: En 2010, antes de conocernos, escribí el relato “Los milagros del doctor Martínez Laguna”. He retocado el décimo capítulo (aunque se titule “Siete”) para incluir tu nombre y el de algunos de tus compañeros en la historia. Ha quedado así:
SIETE [FOREVER IN MY LIFE / STILL WOULD STAND ALL TIME]
Al recuperar el aliento un suave murmullo lacustre acarició los oídos de Genaro y le embriagaron aromas de bosque imposibles en el caos y el desorden que había dejado atrás. Creyó reconocer una fuente decorada con mosaicos de cristal, con mármoles y ónix mexicanos de vivos colores. Si aquello era el parque de El Batán le quedaba únicamente averiguar la hora, el día y el año para saber si se había completado la promesa del doctor Martínez Laguna. Se acercó a una mujer que paseaba a su perro y, con el estómago encogido por el suspense, despejó la última de sus dudas: EL MILAGRO SE HABÍA CONSUMADO.
Genaro se apartó bajo unos árboles y derramó algunas lágrimas de extraña e intensa alegría. Necesitó varios minutos para controlar los latidos de su corazón mientras se imaginaba formando parte de un mágico Aleph universal. Puso su reloj en hora. Miró al cielo; algunas nubes empezaban a juntarse para descargar la tormenta que él sabía que iba a caer tres horas más tarde. Genaro comprendió que de ahí en adelante sus vivencias y sus recuerdos iban a entrelazarse casi terroríficamente, y solo entonces dirigió sus pasos hacia el estadio olímpico por una avenida, la de San Jerónimo, que hacía años que formaba parte de su mundo.
Entre las copas de unos arbustos vislumbró las torres de los focos del estadio y recordó las palabras de su amigo Juan Carlos cuando le describió sus sensaciones ante esa misma imagen. Con el mismo nudo en la garganta por fin las entendió. Dobló noventa grados a la derecha por una pequeña carretera y se enfrentó a la imponente presencia del estadio.
Aceptaron en taquilla los dólares americanos que le había entregado el doctor y ascendió y descendió por las tribunas dispuesto a encontrar el mejor sitio para presenciar el salto. Genaro aprovechó el tiempo para ver, tocar y oler cada detalle vedado en las fotografías y vídeos que tantas veces había escrutado. Nada había escapado a su imaginación. El viento en su cara, cielo santo, el viento de la discordia acariciando su cara, qué distinto al viento de la azotea de la que se había lanzado. Los asientos, las banderas, el pasillo de saltos entre la pista y el público, el foso de arena junto a la salida del mil quinientos, el panel de los resultados, la mesa de los jueces, las sillas, el anemómetro, todo le resultaba familiar, él había estado allí millones de veces.
Apenas prestó atención al inicio de las pruebas. La recta principal le quedaba al otro lado del estadio por lo que las semifinales de los ochenta metros vallas o los primeros lanzamientos de peso del decatlón no le distrajeron. Los saltadores de longitud no podían tardar en aparecer; Genaro se removía contra su asiento cuando los vio aproximarse. Distinguió a lo lejos a Ter-Ovanesian, después a Lynn Davies… Ralph Boston… ¡y a Bob Beamon! ¡Bob Beamon! ¡¡Dieciocho de octubre de 1968 y él estaba ahí!! Quiso gritar pero se contuvo. Se avergonzaba y se reía de sí mismo al verse tan nervioso ante algo que solo él sabía que iba a suceder. Eran las tres y cuarto, faltaba media hora para la eternidad de Beamon y quince minutos para el inicio del concurso. Los mismos quince minutos para que comenzase el lanzamiento de disco femenino, para que Irena Szewinska batiera el récord mundial de los doscientos metros y algo más de treinta y cinco para que Lee Evans hiciera lo propio con el de los cuatrocientos. Se echaba encima media hora crucial en la Historia del Atletismo y Genaro saboreó el milagroso privilegio de estar presente. Como estaba previsto, el cielo empezó a engrisecerse y los dioses del viento del Noroeste comenzaron a suspirar para completar y compartir el milagro que preparaban los dioses del Olimpo.
Genaro había decidido colocarse frente al foso de arena en la primera fila de la grada, que quedaba a ras de suelo. Desde ahí vería acercarse a Beamon en la carrera y tendría una cercana y perfecta perspectiva de todas las fases del vuelo sin que nadie le molestara. Antes de zambullirse exclusivamente en el Atletismo y en Bob Beamon echó un último vistazo hacia el graderío intentando ver a quienes él sabía que estaban por allí. Quiso fijarse en cámaras de fotos pero no encontró entre la gente a Jorge González Amo, ni Pierre Blois en su balcón. Tampoco consiguió distinguir quién sería la ex mujer de Bob Beamon, que casualmente se había sentado -sin saberlo- junto a la actual novia de su ex marido. En la pista, un jovencísimo Edgar Valle ya estaba en su sitio como el resto de jueces y juezas; Sara con las banderas, Laura y Atenea detrás de la mesa. El planeta Tierra empezaba a parecerse a aquellas fotografías que le habían proporcionado tantas horas de estudio. Hizo un nuevo repaso entre los fotógrafos agrupados en torno al foso y trató de reconocer a Tony Duffy, Darryl Heikes, John Dominis, Douglas Miller o Ed Lacey. La final de los doscientos metros estaba a punto de comenzar y el concurso de salto de longitud que iba a cambiar su vida futura también. En algún lugar del pueblo ilerdense de Cervera lloraba un pequeño Genaro de siete meses.
Las nubes se cerraron convirtiendo el cielo en un crisol de blancos y negros. El récord mundial de Irena Szewinska calentó los ánimos de Genaro y de un público que no imaginaba lo que iba a vivir. Bob Beamon era el cuarto saltador del concurso. Hiroomi Yamada, Victor Brooks y Reinhold Boschert abrieron la final con saltos nulos. En la tercera ronda del lanzamiento de peso del decatlón el turno era para Lennart Per-Olov Hedmark. Lee Evans, Larry James, Ron Freeman y los demás finalistas de los cuatrocientos metros estaban a punto de salir a la pista. En el panel luminoso el reloj marcó las cuatro menos cuarto y aparecieron los resultados de los doscientos metros femeninos encabezados por el apellido de soltera de la vencedora. Hubo aplausos en la recta de llegada y silencio en la contrarrecta: en el pasillo de saltos, despojado de su chándal y del peso del mundo, se concentraba Bob Beamon.
También se concentró Genaro con los pulmones escapándose por su boca. Llegaba el momento del milagro infinito. Genaro clavó los ojos en Bob Beamon y disfrutó como solo disfrutan los niños y los enamorados de las diecinueve zancadas eléctricas, del sonido del esfuerzo, del zarpazo contra la tabla de batida y del éxtasis que experimentó ante un vuelo cósmico que por más veces que lo hubiera visto le pareció aún más largo, más perfecto y exquisito.
Tras un segundo de asombro colectivo el público explotó de júbilo, aunque rápidamente se silenció entre murmullos al comprender que habían sido testigos de algo distinto a un gran salto. Genaro estaba borracho de gozo, con una sonrisa bobalicona pegada en su boca mientras presenciaba cada detalle de una escena conocida para él: el visor óptico que manejaba Roberto Ochoa no alcanzaba para medir el salto; Edgar Valle y los demás jueces -todos atónitos- reunidos alrededor de la cinta métrica, colocada una y otra vez en la línea midiendo lo inexplicable, con algunos atletas como testigos alucinados. Largos minutos de incertidumbre pero, al fin, las cifras que iban a hacer historia iluminaron el panel y un escalofrío recorrió la espalda de cada uno de los presentes: 8… 9… 0.
El público volvió a reaccionar y una nueva ovación agitó los cimientos del estadio. Genaro, que hasta entonces se había sabido reprimir, también gritaba y saltaba sobre su asiento. Miraba al graderío y lloraba ante tantos rostros estupefactos. Se rio al verse reflejado en un individuo que subía de tres en tres los escalones de la grada dando grandes voces con los brazos en alto. Abajo, ajeno al sistema métrico decimal, Bob Beamon corría y brincaba como corzo herido cuando supo que había mejorado el récord del mundo, sin imaginar todavía lo que realmente había saltado. Cuando salió de ese primer trance, Ralph Boston le confirmó que había llegado más allá de los veintinueve pies y, al empezar a entender, Bob Beamon explotó hacia dentro en un estado de catalepsia, dobló sus rodillas en el tartán de la calle seis y rompió a llorar cubriéndose el rostro con las manos.