La historia del mundo está escrita a sangre y fuego, y el escribiente -al menos el oficial- suele ser aquel que ganó la batalla o la guerra. ¿Cuántas veces hemos escuchado o leído aquello de que Adolf Hitler se negó a estrechar la mano del atleta negro Jesse Owens y abandonó el estadio precipitadamente? Hábil publicista quien inventó la historia… ¿quién no creería algo tan hermosamente creíble?
Aquellos Juegos de Berlín’1936 fueron planteados con un trasfondo
político y
propagandístico. Sin embargo, la pretendida superioridad de la raza aria para mayor gloria del régimen alemán, quedó demolida a los ojos del mundo gracias a las hazañas deportivas de un negro nacido en el profundo sur de los Estados Unidos, ese genio del Atletismo llamado Jesse Owens. Pero no nos engañemos, la enorme figura de Owens y el brillo de sus cuatro medallas de oro han conseguido difuminar la realidad de otros datos que conviene recordar. La Alemania de Hitler dominó claramente el medallero con 89 medallas (33 oros, 26 platas, 30 bronces) contra 56 medallas (24 oros, 20 platas, 12 bronces) de los Estados Unidos, si bien en Atletismo se invierten las posiciones y dominan los EEUU con 25 medallas (14-7-4) por delante de Alemania con 16 (5-4-7). Yo estoy convencido de que Hitler acabó muy satisfecho con los resultados de
su Alemania en
sus Juegos Olímpicos.
En Atletismo, siete atletas negros ganaron medallas en los Juegos de Berlín:
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Archie Williams, oro en
400.
–
John Woodruff, oro en
800.
–
Cornelius Johnson, oro en salto de
altura.
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Ralph Metcalfe, oro en
4×100 y plata en
100.
–
Marc Robinson, plata en
200.
–
David Albritton, plata en salto de
altura.
Cronológicamente, la primera victoria atlética correspondió a la lanzadora de jabalina alemana
Tilly Fleischer; segunda fue la también alemana Luise Krüger y tercera la polaca Maria Kwasniewska. Hitler quiso que subieran al palco para saludarlas. Abierto el grifo, también quiso saludar a los tres finlandeses que coparon el
podio del 10000, Salminen, Askala e Iso-Hollo. Lo mismo ocurrió con el alemán
Hans Wollke, ganador del lanzamiento de peso, secundado por el finlandés Sulo Barkund y el alemán Gerhard Stock. Ante los retrasos ocasionados al resto de las pruebas, los asesores de Hitler le hicieron saber que ningún protocolo le exigía saludar a los campeones. También le advirtieron de que si decidía saludarlos era preferible hacerlo con todos o con ninguno.
Casualidad o no, estos consejos -que Hitler atendió- coincidieron con la victoria de Cornelius Johnson en el salto de altura. Es decir, que si hubo un atleta al que Hitler decidió no estrechar su mano por el hecho de ser negro, éste no fue Owens sino Johnson. Parece probable que a Hitler no le hiciera gracia ver a negros ganando medallas de oro, de hecho se sabe que hizo algunas recepciones
en privado, pero de ahí a afirmar que no quiso estrecharles la mano o que abandonó el estadio para no hacerlo hay un trecho bastante discutible.
Más de cien mil espectadores, que
aclamaban a Hitler cuando correspondía, vitorearon muchas veces el nombre de Jesse Owens, quien ya se metió al público en el bolsillo cuando en las series igualó el récord mundial de los cien metros con 10”2. También es muy conocida la historia de cómo uno de los “niños bonitos” de Hitler, el saltador de longitud Lutz Long, ayudó a Owens en su concurso cuando tuvo problemas de talonamiento en la ronda de calificación, y disputaron en la Final un
duelo épico.
Jesse Owens fue un héroe para el público alemán y así fue reconocido en el estadio. Hitler no estrechó su mano en el palco, cierto, aunque en su autobiografía Owens cuenta un inesperado encuentro en bambalinas en el que, al verle, Hitler se puso en pie y le saludó con la mano, saludo al que respondió con el mismo gesto.
Al volver a los Estados Unidos, Jesse Owens fue recibido
como un héroe, aunque tuvo que retirarse del Atletismo a los 23 años de edad para poder ganarse la vida. Tiempos duros.
En su autobiografía, Jesse Owens relata otra paradoja. En su propio país, por muy héroe que lo hubieran declarado, la segregación racial le siguió impidiendo -entre otras diferencias- sentarse en la parte delantera de los autobuses, reservada para los blancos. El presidente de los Estados Unidos, Franklin Delano Roosevelt, no quiso inquietar a sus votantes sureños en periodo preelectoral y nunca le envió un telegrama de felicitación. Owens nos recuerda que Hitler no le dio la mano, pero el presidente del país que le vio nacer y para el que compitió y alcanzó la gloria tampoco quiso estrechársela.