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Juan Carlos Hernández

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EL FÚTBOL HA MUERTO


 

Abrumado por un exceso de melancolía que aún no era capaz de explicar ni acaso entender, Mario Luismeda cedió a una fuerza que se reveló más fuerte que él y aquella mañana resolvió no acudir a su oficina. Momentos antes había rechazado con un beso el frugal desayuno preparado por su mujer, Natalia Llasoro, que intentaba disimular sin conseguirlo el mismo semblante afligido. Aunque la suya era una tristeza distinta: era un contagio de tristeza, filtrada gota a gota desde la piel de Mario en ocho horas de contacto ausente, mientras él estudiaba sin luz los poros del techo y ella peleaba despierta contra ensoñaciones febriles que la intentaban persuadir de que en sus entrañas se estaba gestando una nube de algodón de azúcar.

Natalia, consciente del desvelo recíproco, había descubierto esa noche un hombre desconocido para ella. En cuatro años de matrimonio era la primera vez que Mario se quedaba mudo y la primera que no conciliaba el sueño. Y aunque llegó a entenderlo tras varias horas de ósmosis, al principio no comprendía el terremoto que sacudió la espina dorsal de su marido, ni por qué había desenchufado la radio precipitadamente en el preciso momento en que escucharon al acostarse el escueto titular de la noticia, esa noticia que no por esperable había dejado de trastocarle los ejes.

“Nunca supe que te importaran las vainas del fútbol”, dijo sin pensar Natalia Llasoro disponiéndose a dormir. Mario tardó en contestar, y, cuando lo hizo, sus propias palabras le parecieron un bumerang mágico que le partió los dientes tras haber golpeado la presa: “¿Quién habló de fútbol?”. Y el silencio reinó.

El despertador, insensible a los cambios del mundo, marcó la hora de hacer frente a la vida, y la vida los puso en pie. Mientras él se aseaba, Natalia organizó el desayuno que Mario iba a rehusar. En aquel extraño amanecer, cada acto rutinario parecía renacer con nuevos significados. Ni el aroma del café recién hervido que se deslizaba desde la cocina, y del que siempre presumía que era lo único capaz de ponerle en contacto con las realidades cotidianas, consiguió retenerlo más tiempo: no necesitaba comer. Necesitaba evolucionar.

Mario Luismeda y Natalia Llasoro se encontraron, al fin, en un pasillo ineludible. Impecablemente peinado, vestido, pulcro, perfumado, titubeó en sus primeras palabras desde la imagen del bumerang: “Hoy no es fácil estar de buen humor”, balbuceó, acariciándole a su mujer el dorso de una mano con la yema del dedo índice. Y se inventó un beso, y cruzaron en el último momento una relampagueante mirada que los puso a salvo de cualquier asomo de enojo. Natalia respiró profundamente antes de hablar y se sintió reconfortada por el bálsamo del café. Quiso estar segura de que sabría decir algo que tuviera sentido en una mañana tan particular.

“Ni bueno ni malo -dijo-. Hoy no es buen día para ningún humor…”. Aunque en su tardanza apenas consiguió que la oyera su marido, que ya cerraba tras de sí la puerta haciendo un ínfimo gesto de despedida con la mano. “Qué guapo va con la cara de papel”, pensó con el corazón.

Natalia ya no se sorprendía de nada. Entendió que hay ocasiones en que unos minutos son años, y que era eso lo que había ocurrido. Sintió el calambre de una vejez que en realidad estaba muy lejos y se contempló en el espejo del recibidor para mirarse a los ojos. A pesar del insomnio pudo reconocerse y sonrió: no se había visto tan joven y hermosa desde hacía mucho tiempo. El mundo recobraba su pulso y volvía a ensamblar sus piezas. Desayunó con la radio dándole los detalles evitados y perdidos la noche anterior, y se acicaló tranquilamente. Tenía un negocio que atender y un embarazo del que cuidar. Se acarició el vientre cargado de futuro y un golpe de inspiración vino a despejar su duda de las últimas semanas. Suspiró: “Si nace niña, se llamará Esperanza”.

Al ver un cielo de color malva y sentir el frío del asfalto, Mario tampoco se sorprendió al percibir que su decisión había sido común en muchos conciudadanos, que vagaban por las aceras arrastrando sus lamentos como sacas de carbón. Brazos con movimientos de molino sobresalían de corrillos humanos improvisados por personas que no se habían visto nunca. Él evitó compartir su languidez, y tras un desdibujado y taciturno paseo comprobó sin proponérselo que las calles sólo son largas cuando se camina con prisa. Llegó así hasta la costa, donde enfrentó sus ojos a un furioso oleaje que, venido del norte, consumía la playa.

El olor a salitre fue el preludio de una fugaz visión de su infancia que pronto entendió como no casual. Compungido ante tan encantador espectáculo, sintió entonces que su propio fantasma se le desprendía del cuerpo y daba vueltas en torno a él, mezclando y confundiendo en su mente recuerdos de varias vidas, esas vidas que él mismo había considerado tan remotas que nunca creyó que volvería a revivir.

La pelota rodó por la arena. Pies descalzos. Perseguido y pateado por todos los niños del mundo, ese balón es mi único juguete. Todos mis amigos están alrededor del balón. Veo sus caras, veo su alegría y la siento. Yo también me reconozco. Tantas y tantas horas durante tantos años. Aquel idilio, aquella simbiosis. El trascendente sentido del número ochocientos setenta y cinco. El patio del colegio, gastado de tanto pisarlo. La ilusión, los sueños también van detrás de la pelota. Hasta el olvido sigue al balón, que va y viene. El orgullo, las lágrimas de la pasión, de la conquista. El 10, se repite el 10, siempre. Un pueblo, un país entero, una cultura. La sangre latina cruzando océanos y penínsulas. Lo justo, lo injusto, lo incierto, lo macabro. Barrilete cósmico, de qué planeta viniste. Siempre arriba, siempre arriba con el puño en alto. Siempre la victoria, delimitando la fina línea que distingue el bien del mal. Frutos del hijo de la tierra. Y al final…

Mar y viento se multiplicaron entre sí y el estrépito que se agarró a las sienes de Mario le hizo temer que no iba a ser capaz de oír ni sus pensamientos. Se sobrepuso un instante al peso de sus recuerdos, cuando lo abordó con una desconocida violencia, disfrazado de ilusoria ola descomunal, el angustioso momento en que la noticia había salido de una radio para atravesar su cerebro; esa noticia que no era tal sino mucho más, esa noticia que había convertido cada minuto desde aquel instante en inesperada vigilia. Volvió a sufrir con las palabras escuchadas y recuperó para siempre aquellas olvidadas emociones que ahora supo indelebles. Mario Luismeda sujetó su alma con las manos y se sintió el centro del universo, ajeno a que en cada rincón del país y mucho más allá de aquel mar no se hablaría de otra cosa en mucho tiempo. Malditas las cuatro palabras: “El Diego ha muerto”.

Masticando su dolor, Mario Luismeda consideró que aquel día todos habíamos muerto un poco, pero paladeó el regocijo de saberse más vivo que nunca. Sumó una tras otra las conciencias de sus vidas pasadas y deglutió varias veces las cuatro palabras. “El fútbol ha muerto, Diego vive por siempre. Sean eternos los laureles”. Y con la serenidad de esa esperanza convertida en certidumbre, Mario Luismeda y su propio espíritu dieron la espalda al mar. Caprichos de la memoria, embriagador viaje en el tiempo: “Ya estoy viviendo el futuro”, sentenció Mario para sí mismo. Y se dirigió hacia su trabajo, despacio para que las calles fueran cortas, pensando en lo mucho que amaba a Natalia Llasoro. Y suspiró: “Le llamaremos Carl… si es chico”.

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