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Juan Carlos Hernández

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EL CUENTO IMPOSIBLE (RIZOS DE SANGRE)


 

Al apagar la luz fue consciente de que afuera soplaba el viento. Lo que ella no sabía es que si hubiera gaviotas plateadas en las costas de Cincinnati estarían jugando a flotar en el aire, vigilando el puerto, dejándose mecer bajo las nubes. Era lógico, a Miss Templetick el viento, las gaviotas, las nubes o Cincinnati le importaban menos que nada.

 

En un absurdo que resume su existencia Miss Templetick se hace llamar Mrs. Templetock, aunque quienes tienen la ocasión de dirigirse a ella saben que es la mujer más sola del mundo. Que yo sepa, jamás ha sucumbido al significado de la palabra amistad y mucho menos al amor. Aparentemente estancada en su continuo tiempo presente, parece afrontar la vida encerrada en un mundo sin memoria, como un animal pero sin las bondades de los instintos. Dicen que siempre se ha sentido vieja. Yo, que la observo desde hace algún tiempo, he llegado a sospechar que siempre lo ha sido, y pocos saben que para no verse la cara, cuya fealdad es el puro reflejo de la amargura, vive en un apartamento sin espejos, en la letra F de la sexagésimo sexta planta de la calle Miguel de Unamuno 1, un monumental edificio de setenta y nueve alturas construido en el centro de la ciudad al acabar la última guerra.

 

Miss Templetick sólo tiene sueños vacíos. Nunca ha tenido un sueño embriagador, uno de esos con aromas y sabores en los que todo es tan sólido que sueñas convencido de estar despierto, y lo que sucede es tan excitante y extraordinario que si estiras los brazos tocas la felicidad con las yemas de los dedos. No, los sueños de Miss Templetick no son así, como si la naturaleza le hubiera amputado el privilegio. Alguna vez, solamente alguna vez, sus sueños son rojos, simplemente rojos, rojos como los cabellos de la sin par Angie Wondall, a la que tanto odia. Pero casi siempre son negros, negros como la muerte, negros como su alma. Negros.

 

La luz de la mañana entró en el cuarto de Miss Templetick y le abofeteó las arrugas. La noche había vuelto a ser negra, sin luciérnagas amarillas. Deambuló entre las alfombras sin saber qué hacer. Buscó una escoba y las barrió con esmero, pero no para limpiarlas sino para remover la suciedad de un lugar a otro y aspirarla. Comenzó a dar vueltas. Vueltas y vueltas. Miss Templetick pasa buena parte del tiempo girando y girando sin sentido. Alguien podría pensar que baila, yo creo que es el resultado de alguna de sus taras mentales, o un mecanismo propio de su maldad, que le hace daño dentro del cuerpo.

 

Se preparó media pinta de café que deglutió en seis tragos ruidosos y se lavó los pocos dientes que aún le quedan enjuagándose las caries con orujo de hierbas. Se vistió. Un extraño atuendo de baratija sin vida y un sombrero ladeado y raído resumían el concepto. Y botas de agua sin calcetines en pleno mes de junio. Era sábado, día seis. Nunca tiene rumbo pero dio un portazo y salió al descansillo con el rezongar de sus bronquios como única compañía. Metió las llaves en una cartera de ante y metió la cartera en un bolsillo que ella misma había cosido al vestido con pita e hilo de cobre. Dio tres vueltas sobre su propio eje y aguardó a oscuras la llegada del ascensor, que descendía tintineando. Era una espera tensa para Miss Templetick, la fuerza de la costumbre no había disipado la incómoda sensación de tener que entrar de espaldas para no verse reflejada en el espejo.

 

Un do alto se adueñó del silencio y las dos puertas mecánicas se separaron como los párpados de un gran reptil a cámara lenta. En la penumbra del rellano se iluminó la espalda de Miss Templetick y su larga y amorfa sombra silueteó el hueco de la escalera, al fondo. Un espeso tufo a after shave barato le hizo saber que no iba a viajar sola. Entró en la caja, con los ojos y los puños apretados en dirección al suelo, manteniendo su ritual de dar tres pasos hacia atrás. El saurio también cerró su ojo de metal y se entrelazaron las fragancias de la loción y el azufre.

 

Como si lo esperase, Miss Templetick no se inmutó cuando una peluda mano sudorosa, grande y caliente, con cuatro largas uñas mugrientas, reposó sobre su huesudo hombro derecho.

 

   – ¿Baja?

 

   – Sí.

 

   – Bonito sombrero, Mrs. Templetock, usted siempre tan guapa y elegante, –mintió una voz grave, como de narrador de cuentos.

 

   – Miente usted muy mal, Mr. Abolic, y no está bien reírse de las viejas pasas como yo.

 

Nadie, excepto Miss Templetick, llama Mr. Abolic al repugnante Ian Abolic, un ser de edad indeterminable, altura colosal, ojos perdidos y huesos anchos, con piernas enormes y robustas y tronco estrecho, como si estuviera formado por dos cuerpos distintos ensamblados.

 

   – ¿Bromea usted, Mrs. Templetock? Qué zalamera, con qué habilidad me obliga a repetirle que es usted lo más bonito, lo más hermoso que habita en este frío rascacielos. Fíjese, nadie tendría el buen gusto de llevar unos zapatos tan lustrosos como los suyos un cuatro de julio, o ese vestido de seda italiana. Cómo se nota que donde manda capitán no manda marinero, convénzase, ¡sigue usted siendo la reina de los mares!

 

Su voz sonó esta vez como la de un vendedor de boletos de tómbola. Miss Templetick entreabrió los ojos para mirar la punta de sus sucias botas y crecieron sus ganas de enzarzarse a mordiscos. “Cuatro de mierda”, rechinó entre las muelas.

 

   – ¿Va usted a bailar, Mrs. Templetock?

 

   – Sí, –mintió condescendiente.

 

   – ¿A bailar al parque?

 

   – Sí, al parque, –siguió mintiendo.

 

   – Como cada mañana.

 

   – Exacto, como cada mañana.

 

   – Qué envidia me da usted, yo tengo tantas cosas que hacer…, –Ian Abolic alzó la voz enfatizando la ene del tan. Bien, ya hemos llegado, hasta otra Mrs. Templetock, un placer, como siempre. Diviértase.

 

   – ¿No sale usted?, –preguntó Miss Templetick fiel a una ceremonia casi diaria, mientras la luz natural que rebotaba en los cristales del vestíbulo suavizaba la tensión de un cinismo creciente.

 

   – No, tengo que volver a subir, he olvidado unos documentos importantísimos. Hasta la vista, y no pierda esa magnífica sonrisa.

 

   – Descuide, Mr. Abolic. Por cierto, si la ve salude de mi parte a nuestra común amiga Angie Wondall. Ya conoce mi debilidad por esa chiquilla pelirroja y sus mofletes sonrosados.

 

Con estas palabras Miss Templetick consiguió su objetivo de estremecer a Ian Abolic, que relamió el súbito sabor a sangre de su paladar y resopló por la nariz todo el aire de sus pulmones.

 

   – Angie Wondall, Angie Wondall…, –repitió como un eco Ian Abolic, consciente de la estudiada provocación, sujetándose para que su furia no saltase sobre Miss Templetick. Lo haré, no se preocupe, a ver si hoy coincido con ella, no tardará en ir a entrenarse. Para mí también es un objetivo prioritario.

 

   – Lo sé, buena suerte. Quizá nos veamos a las seis, –dijo por decir algo sin sentido.

 

   – Sí, eso, quizá nos veamos a las seis.

 

Ian Abolic se giró sobre sí mismo. “Qué estará tramando”, –jadeó rezumando desprecio por cada poro.

 

Miss Templetick bajó los doce escalones que la separaban de la calle y alcanzó la acera. Tomó aire y protestó que la luz y la brisa le rozasen el rostro. Las gaviotas plateadas seguían ausentes. Era una mañana llena de grandes nubes grises que avanzaban por el cielo como la Sexta Flota. Pensó que no era viento de lluvia, y asqueada ante la posibilidad de que pudiera sonar música se perdió calle abajo con la única idea de no entrar en ningún parque. Un perro, enloquecido, sobrevivió de casualidad tras lanzarse contra los coches intentando evitar su presencia, y unos niños, con la valentía de la inconsciencia, le cantaron:

 

“Bruja vieja, bruja loca, bruja chiva,

que gira, que gira, que gira.

Bruja chiva, bruja loca, bruja vieja,

que da vueltas, da vueltas, da vueltas.”

 

La vieja bruja no detuvo el paso pero les amenazó con el puño en alto, y entre insultos les gritó con una voz aguda y terrible que se los iba a comer crudos. No era la primera vez que sucedía, pero la amenaza sonaba creíble en su boca y los chicos corrieron asustados.

 

Ian Abolic seguía mirando hacia la calle haciendo ruidos guturales, se acicaló las barbas que ya le habían vuelto a poblar la cara y dejó que se cerrasen las puertas del ascensor antes de pulsar el botón con el número setenta y nueve.

 

Así es como transcurre su día a día, voluntariamente enjaulado en un ascensor desde primera hora, subiendo y bajando de piso en piso, trescientos sesenta y cinco días al año. Como si quisiera purgar alguna culpa, sentimiento poco probable, o como si creyera que el mundo acabará resumido a sus pies.

 

Tampoco es verdad que tuviera que subir a recoger documentos. Él vive en el sótano, en un inmundo cuartucho que difícilmente cubre las necesidades más básicas, aunque acostumbra a decir a todo aquel que se encuentra en el ascensor que vive en una lujosa suite de la azotea. Nadie le discute, vecinos o visitantes prefieren escuchar sus mentiras que sufrir en silencio el miedo que genera su presencia. Hay quien dice que allí es donde vivía hasta que una noche de tormenta se cayó por el hueco del ascensor y paró el golpe con la cabeza. Dicen que llegó a ser alguien notable en la comunidad, pero si fuera cierto (yo no lo sé) debió de suceder hace mucho tiempo. Ahora es una figura atormentada, siempre en su ascensor, arriba y abajo, alimentándose de fantasías y del olor a sangre. En esto es en lo que parece coincidir con Miss Templetick, ambos al acecho de carne fresca a la que acercarse; y por eso la maravillosa Angie Wondall ejerce sobre ellos una atracción incontrolable que les arrastra a competir sobre cuál de ellos será el primero en estrujar su alma entre sus dedos.

 

Hay que ser tan obtuso como Miss Templetick para considerar una chiquilla a Angie Wondall. Angie tiene diecisiete espléndidos años y una presencia imponente con sus seis pies y dos pulgadas de altura y sus ciento noventa libras de peso. El garbo de sus andares, sus rizos pelirrojos hasta el final de la espalda y sus ojos color miel, sumados a su risa espontánea y su agilidad mental, la convierten en la chica irresistible de su entorno, que sucumbe una y otra vez a su luz. Brillante también en los estudios, dicen los entendidos que es un prodigio del lanzamiento de martillo. Todos sabemos que actualmente el Atletismo es su gran amor, y cada vez que cierra los ojos siente que el futuro le pertenece.

 

Nunca utiliza el ascensor, ni para subir ni para bajar. Angie Wondall vive en la letra A del primer piso de la torre, con sus padres, sus tres hermanos menores y cuatro mascotas, pero, como ella misma afirma, aunque viviera en el último piso tampoco lo usaría. Para Angie, subir y bajar por las escaleras es un símbolo del esfuerzo y de la tenacidad, símbolo que pone en práctica en cualquier otro edificio que le exija el empeño. Ian Abolic lo sabe y sufre. Daría cuanto tiene por ser capaz de controlar las emociones de Angie, sus deseos, sus estímulos. Para él no es asumible tanta fortaleza y talento, no en alguien tan joven, con tantos mares que surcar y tantas naves diferentes a su disposición. Ay, si ella le escuchase, si le hiciera caso, si creyera en él, si quisiera subir en el ascensor y probar sus caramelos, y beber de las fuentes milagrosas del Éufrates y bailar al ritmo de “Groenlandia”, su canción favorita. Cuánto éxito abordaría súbitamente a esa estúpida pelirroja, se lamenta y se repite una y otra vez Ian Abolic.

 

Era el primer sábado del mes de junio, sí, un sábado cálido y ventoso, y Angie se despertó con las mismas ganas de siempre de acudir a la pista para seguir mejorando. Se espabiló, miró por la ventana y jugó a descubrir figuras en las nubes. Para Angie el número seis es sólo un número y cuatro letras.

 

Los fines de semana Angie siempre desayuna sola porque su familia sigue durmiendo. Estrellas de mar y café, jarabe de arce y mermelada, nubes de caramelo, una mandarina y una ración de jamón. Esto es lo que suele cantar mientras exprime tres naranjas y tuesta dos rebanadas de pan que unta con mantequilla y mermelada de frambuesa. Y paladea despacio un té verde muy caliente. Angie es muy suya con sus costumbres, metódica, casi maniática, aunque le cuesta reconocerlo. Después lo friega todo, se lava los dientes, se asea, se recoge el pelo y vuelve a la cama. Escucha un poco de música para mejorar la digestión (eso dice ella), prepara la bolsa de deporte para ir a entrenarse y ordena su cuarto. Luego despierta a sus hermanos, da un beso a cada uno y se marcha con la certeza de que va a ser feliz.

 

Hoy se ha cumplido el guion. Angie doblaba la primera esquina cuando un gruñido ha acompañado al inquietante deslizamiento de las puertas del ascensor en la planta baja. Ha emergido la figura de Ian Abolic, que ha olfateado a su alrededor, y la luz y una sonrisa ladeada han dado vida a su rostro. He llegado a ver su colmillo brillante y ha musitado: “La pelirroja se acaba de marchar. Tendré mi oportunidad dentro de tres horas”.

 

Desde su casa Angie llega a las pistas dando un paseo que aprovecha para rememorar los últimos entrenamientos y visualizar las sesiones venideras, siempre en busca de la excelencia. En su memoria se ha perdido cuándo se enamoró del Atletismo, que fue mucho antes de saber que tenía talento y que explorarlo le producía un placer desconocido. Quizá tuviera que ver con los amigos que encontró alrededor, el olor a hierba y a un parque cercano, o con el agradable y extraño calor que emanaba la pista sobre su rostro en aquel primer verano. Ahora todo eso se mantiene y evoluciona entre grandes dosis de gimnasio, de técnica, de lanzamientos, trabajo que encaja como un guante con su carácter perfeccionista y luchador. Yo no entiendo mucho de Atletismo, y mucho menos de su especialidad, pero sus preparadores están convencidos de que el récord mundial estará algún día a su alcance.

 

Una vez le pregunté por qué le gustaba tanto el lanzamiento de martillo, una prueba que, no nos engañemos, no es la más vistosa para el público. Para mi sorpresa no mencionó la evidencia de sus buenos resultados, ni siquiera pareció darles importancia; se limitó a hablar y hablar de las sensaciones y sentimientos que le generan la liturgia del lanzamiento o el protocolo de los entrenos. Lo definía como una pieza de ballet insertada en una obra de teatro, y afirmaba sentir cada movimiento como una danza, desde el primer balanceo del martillo con el suave metal del asa entre las manos hasta que la bola adquiere vida propia en el aire tras la inercia de los giros. Y afirmaba también que en su interior cada contacto y cada deslizamiento de los pies, de la cintura, de los hombros, de la cabeza o de las manos se convierte en una catarata de cosquillas y de disfrute que la obligan a seguir esforzándose. Angie es, en definitiva, una bailarina gigante cuyo arte explota cuando el pesado artefacto abandona sus dedos estirados, como un pájaro que vuela libre, al principio, como un pájaro herido que lucha por no caer, al final. Entonces la danza pasa a ser visible y medible, y aquellos que saben entender lo que ha ocurrido no necesitan más explicaciones. Allá lejos, mejor cuanto más lejos llegue la bola, brota una invisible línea que marca la frontera entre la realidad y los sueños. Una línea distinta para cada atleta del mundo, como rastros infinitos de infinitas mareas. Y Angie Wondall me contó todo esto y mucho más con tanta naturalidad, y con esa sonrisa que nos vuelve locos a todos adornando su cara, que desde entonces no he conseguido pensar en otra cosa.

 

Miss Templetick tenía razón, no ha caído ni una gota de lluvia en toda la mañana. Angie ha podido hacer el entrenamiento al aire libre, respirando, palpando, disfrutando con las nubes. Estoy seguro de que en su interior fluye una alegría inmensa porque viene con el pelo suelto cantando una canción que habla de amores para siempre y circos de tres pistas, aunque ahora que la veo acercarse a casa me parece que reserva sus sonrisas para otro momento o lugar. Probablemente sea el cansancio, o quizá vislumbra el casi inevitable encontronazo con Ian Abolic, como cada vez que a él le salen bien los cálculos. A Angie le provocan más aburrimiento que preocupación esas pesadas charlas, y le cuesta menos obviar sus tonterías que intentar evitarle porque en realidad Ian forma parte del paisaje. Y yo, que lo observo todo desde aquí, ya veo que hoy ha acertado con la hora del regreso de Angie. Y oigo el suave roce de las perneras de su chándal, cadencioso tictac que acerca sus pasos hacia el encuentro. Me callo, que quiero escuchar.

 

   – Hombre, qué raro. ¡A quién tenemos aquí! ¿Qué tal Ian?

 

Tan envalentonado que aparentaba, Ian Abolic parece haber languidecido un poco ante el desparpajo de Angie.

 

   – Bien, bien…

 

Mientras sube las escaleras y se acerca al rellano del ascensor, Angie fija sus ojos en la enorme figura venida a menos. Angie y su mirada, qué mujer. Perdón, que he dicho que me iba a callar. Es que me he puesto un poco nervioso. Si quiero apuntillar algo lo haré entre paréntesis.

 

   – No estarías esperándome, por casualidad. (Angie se ríe de su sarcasmo).

 

   – No, no… bueno, sí.

 

   – Pues no vengo con muchas ganas de hablar, ¿eh? Que el cuerpo me está pidiendo ducha, comida y siesta. Que no vengo de tocarme el higo precisamente. (Ah, se me ha olvidado comentar que Angie tiene su genio).

 

   – Pero Angie, podemos hablar unos minutos, ¿verdad?

 

   – Pues según. ¿Tienes algo nuevo que decir o vas a repetirme la letanía de siempre? Ascensor, caramelos, fuentes milagrosas… No querrás cantarme otra vez el estribillo de esa canción española de los años ochenta, ¿no? Menudo sireno estás tú hecho.

 

   – Angie, ya sabes lo que pienso. Si tú me dejaras…

 

   – El qué, ¿subirme en el ascensor? Déjame en paz. Algún día me voy a enfadar de verdad. Piensa que de momento me haces gracia, pero conmigo no tienes nada que rascar, y sé que también molestas a mi amiga Elvira Watson cuando viene a verme. No vuelvas a acercarte a ella. Como me hartes te voy a meter los caramelos por ahí y, aprovechando la pompa, te voy a dar una patada que vas a llegar a Groenlandia pero de verdad. (¡Cómo me gusta cuando Angie se pone ruda!).

 

   – Angie, preciosa (¿preciosa?), si supieras lo que te pierdes…

 

   – ¿Lo que me pierdo yo? ¿Lo que me pierdo yo? ¿Y tú tienes idea de lo que te pierdes tú? ¿Pero tú te has visto, metido todo el día en este ataúd sube y baja? Lo que yo me pierdo, dice el tío. Yo estoy dedicando mi juventud a crecer, a soñar y a trabajar por todo ello. ¿Qué puede haber más gratificante?

 

   – Podrías ser aún mejor y conseguirlo antes. Con mis caram…

 

   – Con tus caraculos. Que no me interesa, coño, y dale con la murga.

 

   – Yo conozco tu potencial, Angie, sé de lo que hablo. No siempre estuve aquí encerrado. Y sé que tu decisión te hará sufrir, tus metas no se cumplirán, siempre habrá alguna chica que se te parezca y que acepte el viaje y beba de las fuentes.

 

   – Mis metas no tienen nada que ver con otras chicas. Mi meta soy yo y quienes me rodean. Mi familia, mis amigos, mi entrenador. Ése sí que sufre, que me aguanta las chorradas. Si mi meta es una marca, mi meta es la marca que consiga y el esfuerzo y la diversión que haya detrás.

 

   – Pero no sólo buscas el récord mundial, tú también aspiras a medallas y campeonatos importantes. ¿Qué crees que encontrarás ahí? ¿O cuánto crees que te durará el récord si lo consigues?

 

   – En eso tienes razón, y sin embargo sigues sin entender. Aquí dentro hay un músculo que late por amor (¡se señala el corazón con el puño!), y en cada latido hay una voluntad y hay una moral que crecen día a día. Tus caramelos tienen unos efectos secundarios que no me interesan, métetelo en la cabeza si no quieres que cumpla mi amenaza.

 

   – ¿Amor? ¿Efectos secundarios? Ay, Angie, qué tonta eres a veces. Lo dicho, cuánto sufrimiento te espera.

 

   – ¿Y tú me hablas de sufrir y de no sufrir? Ian, mírate, yo no sé qué sabes ni quién fuiste pero por “efecto secundario” no me refiero a que me salga bigote o que el hígado se me convierta en foie-gras, que también; hablo del peso del mundo que tú y otros como tú lleváis encima.

 

   – Pero no todos caen en el hueco del ascensor. Lo sabes bien. Y al contrario, también sabes que a veces ruedan cabezas de artistas como tú.

  

   – Y eso te hará gracia, ¿no?

 

   – Es la paradoja que nos iguala, Angie. Algún día te darás cuenta.

 

   – O sea, que en tu atletismo todo es mentira, excepto la mentira.

 

   – Qué rebuscada eres. Entérate: el mundo no es como tú lo ves, es mucho más complejo. Tú te crees muy fuerte y muy lista con tu melena colorada al viento, pero el mundo acabará devorándote a ti también. Por creerte tus verdades. Por tonta.

 

   – ¡Ian!

 

   – Tú ganas, Angie, hemos vuelto a repetir la escena de siempre. Pero recuerda que mientras haya en algún lugar una Angie Wondall con talento, habrá un lobo acechándola.

 

   – ¿Un lobo?

 

   – Sí, no sé, hoy estoy teniendo una sensación distinta y absurda, como si algo hubiera cambiado. Como si tú, yo o Miss Templetick fuéramos personajes de un cuento. (¿Cómo?)

 

   – ¿Un cuento? Un cuento de qué.

 

   – No lo sé, Angie, un cuento en el que tú podrías ser Caperucita, o una princesa, y yo…

 

   – ¡¡Un cuento en el que yo soy la princesa!! (Menuda carcajada). ¿Y quién sería el majadero que perdería su tiempo en escribir un cuento sobre una lanzadora de martillo? ¡¡Soy ricitos de oro!!

 

   – Rizos de sangre, Angie, rizos de sangre.

 

   – Sí, rizos de chorras. Y dices que tú serías… ¿el lobo? (Caray, una risotada aún más ruidosa que antes). Esta sí que es buena, ¡menudo cuento imposible! ¿Y qué ha pasado con la vieja Templetick? ¿Es la bruja piruja?

 

   – No te burles. Esta mañana he coincidido con ella. Nada importante, ya sabes, me ha dicho que te saludara si te veía.

 

   – Esa vieja es puro veneno. Ella sí que me pone mala. De ti me puedo reír a la cara porque vienes de frente, pero Miss Templetick tiene dentro mucha maldad y me agobia con sus piruetas.

 

   – No le hagas caso, perdió el norte hace mil años y está gagá de tanto dar vueltas.

 

   – Yo también doy vueltas cada día, espero no acabar como ella. Y ya sé que Templetick es rara con todo el mundo, pero todos sabéis que yo le provoco maldades añadidas. Frustración, envidia, odio; no lo sé.

 

   – Antes has dicho que tu corazón late por amor. Supongo que ella busca tu línea de flotación desde la orilla contraria.

 

   – Pues ya puede buscar.

 

   – Lo hará, no me mires así. Y por cierto, tienes razón, mi teoría del cuento es una estupidez.

 

   – Ya te digo.

 

   – Porque faltaría un príncipe. ¿O tienes novio, Angie? (¡Ay!)

 

   – No, no tengo novio. Ni falta que me hace.

 

   – ¿Acaso te sirve el Atletismo como sustituto del sexo? (¿Eh?)

 

   – ¿Sustituto? Como sustituto está bien; como complemento mucho mejor. (¡Toma!)

 

   – Angie, que me vas a poner nervioso. (¡¡A mí me ha puesto!!)

 

   – Es broma, idiota, que te lo crees todo. Pero es lo que tú estabas intentando conmigo, ponerme nerviosa. Te tengo más calao… Y oye, si te sirve para tu cuento, yo siempre tengo un Príncipe sonando en mi cabeza, quizá pueda valer. (¿Sonando en su cabeza?)

 

   – No sé de qué hablas pero si tú lo dices…

 

   – En fin, Ian, te he dedicado mucho más tiempo del que mereces. Me ha hecho gracia tu tontería del cuento y Caperucita roja, pero no lo tomes como un avance. Paso de ti y de tu careto, espero que lo sigas teniendo claro. Y recuerda lo de Elvira, que esta tarde viene a visitarme. Hasta otra, Baldomero.

 

Tengo… tengo la sensación de ser el narrador omnisciente más torpe del mundo. Ahora yo también me pregunto quién será el majadero que está detrás de todo esto. Me está bien empleado por haber comenzado el relato antes de que termine la historia y por haber consentido un improvisado cara a cara en tiempo presente.

 

Se me ha ido de las manos y no he entendido apenas nada de la conversación. ¿Cómo es posible que Ian Abolic haya intuido que forma parte de un cuento? ¿A qué ha venido ese interrogatorio final? ¿Qué confianzas son ésas? ¿De qué Príncipe habla Angie? Y yo ahí, mirando, como el idiota enamorado que soy. Menos mal que he visto a Angie en su sitio, aguantando las bravuconadas de Ian. Aunque, en contra de lo que ella ha dicho, yo sé que éste no es un cuento imposible, o, al menos, no debería serlo. Veremos si acaba y cómo acaba, pero el único cuento imposible del que tengo constancia es uno titulado “El niño Rodriguito, la señora Pota y monsieur Horloge”, que no tiene ni principio ni final ni majadero capaz de desarrollarlo.

 

Definitivamente, no tengo más remedio que quedarme aquí quieto. Voy a despedirme y a centrarme. Voy a observar a Angie y voy a ver si regresa Miss Templetick. No quiero más improvisaciones, volveré con el final de la historia cuando tenga un desenlace que contar. O no volveré.

 

 

 

Aquí estoy por última vez, dispuesto a dejar constancia de cuanto he visto y oído desde la conversación que este mediodía han mantenido Angie y Ian Abolic. Llega a su fin el insensato argumento que ha dado vida y forma a este cuento. Aturdido, la voz me alcanza para decir que el mundo no se acaba aquí, el futuro queda abierto a cualquier interrogante, pero no puedo, no quiero permanecer más tiempo en esta atalaya irracional que acabaría conmigo si me quedase. El futuro es la vida, el resultado de la suma infinita de nuestros pequeños actos; y la vida es un barco en nuestras manos, a veces con el timón controlado, a veces avocado al gobierno de las olas. Y que se queden donde estén las gaviotas plateadas. Ni yo mismo doy crédito, pero acabo de verlo en los ojos de Miss Templetick, en las inesperadas lágrimas que hace un instante han recorrido los horribles surcos del presente y el pasado de su rostro; lágrimas que me han petrificado el corazón pero que me han hecho tomar conciencia de que merece la pena luchar por el amor, sea lo que el amor sea para cada uno de nosotros.

 

Ian Abolic no ha reaccionado ni mal ni bien al encuentro con Angie. Ha cerrado el ascensor y ha seguido subiendo y bajando. Él sabe que volverán a coincidir y que hablarán con palabras parecidas. Ya no se plantea hacer otra cosa, triste destino el que ha forjado y asumido. Angie ha esperado a que las luces automáticas se apagasen y se ha lanzado, de dos en dos y de tres en tres, a subir los escalones del edificio. Sin detenerse, al pasar por el piso sesenta y seis ha escrutado la puerta F intentando escudriñar si escapaba algún sonido del apartamento de Miss Templetick. Sólo se ha escuchado a sí misma, Miss Templetick no había vuelto aún de su paseo. Angie ha alcanzado el piso setenta y ocho de la torre y ha detenido ahí su ascensión. Ella sabe que el setenta y nueve, quizá el ochenta, ojalá el ochenta y uno, es el número por el que trabaja. Lo ha mirado con ojos confiados mientras recuperaba el resuello, ha soñado que lo conseguía y ha bajado muy despacio hasta su casa canturreando algo así como When I lie awake in my boudoir I think of U dear…

 

La vieja Templetick ha regresado a las seis de la tarde, al suponer con acierto que era la única hora a la que Ian Abolic no la esperaría. Ha entrado en su piso, ha dado varias vueltas con sus habituales gestos de dolor y, de repente, se ha quedado paralizada y ha palidecido como una estatua de sal. Un aliento gélido ha brotado de su boca y se ha acercado con cara de pavor a uno de los ventanales exteriores. Los sesenta y seis pisos de diferencia no han supuesto distancia para que a los oídos de Miss Templetick hayan llegado la música y los bailes que Angie Wondall y Elvira Watson siguen disfrutando. El chirrido de los goznes ha evidenciado que esos cristales llevaban mucho tiempo sin dejar entrar o salir el aire. Al abrir la ventana, con los decibelios y la corriente inundando su cráneo, su respiración se ha agitado como un potro salvaje y ha comenzado a revolcarse por el suelo emitiendo chillidos terroríficos.

 

He sentido un miedo atroz y he estado a punto de llamar al servicio de emergencias porque he creído que Miss Templetick iba a explotar o a morir. Sin embargo, ha conseguido recomponerse y ha logrado llegar hasta el retrete a gatas. Envuelta en olores pútridos ha sacado una bolsa de plástico de un armario carcomido por el tiempo; en la bolsa había una caja ensamblada por clavos oxidados y en la caja había otra bolsa. De ella ha extraído, como si de un parto se tratara, una preciosa e impoluta cajita de música. La ha contemplado y acariciado durante largos minutos agónicos. Desde la ventana seguía entrando la invasión de risas, bailes y cantos de Angie y Elvira. Y ha comenzado el milagro de las lágrimas.

 

Antes de enfrentarse a las galeras de su vida ha seguido mirándola, tan fijamente que yo ya no discernía si ella miraba a la caja o si la caja la miraba a ella. Miss Templetick, la vieja que todos creíamos sin memoria y sin alma, ha encontrado el valor y las fuerzas para hacer sonar la cajita de música y desenterrar (o quizá enterrar) los oscuros fantasmas de su pasado más remoto. Y ahogando sus pensamientos en las heridas de su garganta, mientras peleaba por cerrar los herrajes del ventanal, ha llorado esta canción:

 

 

DENN  ICH  LIEBE DICH

 

Llegué en un barco llamado “Sorpresa”
a la costa de unas tierras lejanas,
siguiendo los ruidos de mi cabeza,
donde suenan tambores y guitarras.

Mi vida la trastocó una mujer,
que quiso hacerlo sin pedirme nada.
Sorprendido, lo supe agradecer
con un beso en su emocionada cara.

Me regaló una caja de música
con una melodía almibarada,
mientras la más hermosa bailarina
en su pedestal giraba y giraba.

Disfruté del embrujo de ese baile
hasta las cinco o seis de la mañana,
consciente de un único desenlace:
a mi vuelta no podía llevarla.

Visité a un viejo anticuario alemán,
al señor Schafmäβig, en su casa.
Se rio de mi cajita de música,
mi historia le debió hacer mucha gracia.

“Es una ‘Milch-Busen’ del setenta y ocho.
Reconozco que está bien conservada,
pero el modelo perdió su valor.
Meine Wahrheit ist’s! Por mí puedes tirarla.”

Olvidando sus burlas y el consejo
le pedí, por favor, que la guardara,
con la firme promesa por mi parte
de volver muy pronto a recuperarla.

“¡Ahí va uno que cree en el amor!”
le escuché decir cuando me marchaba.
Y llevé así mi cabeza a mi mundo
(donde suenan tambores y guitarras)

Y en este mundo, cuánto echo de menos
la alegre y dulce canción de la caja;
sigue en manos del bodoque alemán,
mi bailarina en su peana danza.

Liebe Purpur, ayer juré con sangre,
muriendo de celos y de nostalgia,
que me arrastraré hasta recuperarte
‘denn ich liebe dich’, que hoy son mis palabras.

 

 

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