Una se pasa la vida intentando hacerlo bien de acuerdo con las directrices recibidas; es decir, que si tu madre desde pequeña te martirizó para que te lavaras los dientes después de cada comida ¿qué haces cuando te has tomado ya el café y viene el camarero con la cuenta? ¿Llevamos acaso un cepillo de dientes y el tubito de pasta en el bolso? Pues no, y no pasa nada, o sea que contando todas las veces que he ingerido comida lejos de mi cuarto de baño yo debería tener ya toda la dentadura descuajeringada, así que mentira podrida.
En algún momento difuso entre la adolescencia y la juventud nos inculcaron la idea de que nadie regala nada en este mundo y que, o estudias o trabajas, y debíó calar muy hondo el concepto porque los chicos/hombres de aquella época no te preguntaban si eras buena persona o estabas dispuesta a lavarles los calzoncillos de por vida, no, te preguntaban “¿estudias o trabajas?” y yo empecé a mentir porque me daba mucho mejor resultado contestar lo que el otro quería escuchar. Si el tío estaba muy bueno aunque llevase las uñas con el tinte renegrido imposible de quitar –en aquel entonces- del proletario que sale a ligar un sábado por la noche, pues trabajaba, vaya que si trabajaba. Por el contrario, si me había removido el cardado un zangolotino con pintas de estar buscando a Mrs. Robinson, pues estudiaba, vaya que si estudiaba.
Y la vida me devolvió la mentira hecha carne, es decir, estudié para luego trabajar. Y volví al principio estúpido y mentiroso de no saber muy bien qué era antes, si el huevo o la gallina. Estudié para acabar jadeando por un puesto de trabajo, como todos, pero envidiaba a aquellas amigas que se apuntaron directamente, sin transición académica, al cortejo fúnebre/laboral y se ahorraron el tránsito doloroso del diploma a la cola del paro. Además, total, si nuestro más deseado doctorado era el casorio –de la calidad que fuera con tal de que no nos pareciera demasiada mentira- y cuanto más estudiabas y más trabajabas y más te casabas y más te embarazabas más nos acercábamos a la imagen idílica de la mayor mentira que nos han contado nunca jamás.
Esa maravillosa mujer superwoman, con traje sastre, zapatos de alto tacón y una foto en la cartera de dos preciosas criaturas y una sombra en el alma, un cansancio en el cuerpo, una angustia en el corazón y la rabia, ¿dónde ponemos la rabia?, de tantas mentiras.
Ahora ya nada tiene remedio porque ya requemamos el guiso con nuestras hijas. ¿Haremos acaso nuestra pequeña revolución cuando seamos abuelas…?
En fin.
LaAlquimista
Foto: C.Casado