Soy una ferviente entusiasta de las largas caminatas, pero no para llegar a algún sitio y sacar una foto diciendo que he estado allí sino por el placer de caminar, observar, escudriñar o detenerme en el detalle que pasa desapercibido. Nada mejor para tal fin que esos espacios naturales que algunos municipios declaran ‘protegidos’. Los protegen del hombre y su equipaje, obviamente. Un lago y sus orillas, un estanque y sus humedales, las marismas y su fauna.
Imaginemos un día cualquiera, es decir, no festivo, de una recién estrenada primavera. La mañana fría y húmeda da la bienvenida a un sol de ‘quiero y no puedo’ pero suficiente para tener que acompañarlo con gafas y gorra. Las botas, el forro polar, los bastones, la mochila y el silencio. Nadie por aquí, nadie por allá, los pasos quedan amortiguados, ora por la arena ora por el barro medio seco. Pero ellas nos miran, sorprendidas; son las cercetas y las avefrías. Se adivinan cientos, miles de coipús (rata-nutria o falsa nutria) que han dejado su huella en medio del sendero y las trazas de su camino hasta las aguas quietas, oscuras de tanto invierno.
La marisma respira, está viva. De repente, se percibe un aleteo junto a una rama enganchada entre algas y plantas que sobresalen del agua y una garza se posa bajo el beso del sol. El aire se detiene. Con infinito cuidado alzo la cámara y le hago un guiño sabiendo que estoy invadiendo –con permiso, pero invadiendo- su rutina matinal.
Durante más de dos horas no hemos cruzado ningún ser humano. Luego hay que volver al ruido civilizado y el encanto desaparece. No, no del todo, persiste en mis ojos y lo guardo para cuando todo vuelva a ser como siempre.
En fin.
LaAlquimista
Foto: C.Casado