No me quería; sólo quería una idea que se había hecho de mí. Como si fuera la guarnición delicada y adecuada para el plato fuerte que él representaba. No mucho más que el afther shave que le daba el toque irresistible como masculino singular, un poco menos que el placer de acariciar con la espalda el cuero de los asientos de su coche sueco, quizás conseguí alguna vez visitar su mapa íntimo y personal.
No me quería. Pero eso no lo supe hasta mucho después de haberle dejado de querer yo también. Y entonces ya nada fue posible. Ni un arreglo ni un parche, ni una oración ni un grito blasfemo, nada. Y lo peor era la duda de si alguna vez me había amado. Porque el único consuelo era pensar eso precisamente, que hubo un tiempo en el que sus besos y sus miradas, sus palabras y sus caricias fueron sinceras. Que no buscaba en mí lo que luego supe que necesitaba –o quizás lo supe desde el principio-, un ancla en su tormenta, un puerto en su desvarío, una mujer que le diera a él su consistencia como hombre.
Recorté trozos de sus cartas y las fijé en la puerta del frigorífico.
-“Eres lo mejor que me ha pasado en la vida”.
-“No se qué haría sin ti”.
-“Contigo he aprendido a amar”.
Las únicas verdades de una vida falsa junto a la receta de las torrijas y el imán que me traje de la Torre Eiffel.
En fin.
LaAlquimista