Una es que es coqueta (sin erre) hasta cuando parece imposible serlo. Porque mira que hay que echarle valor para salir de buena mañana –después de una velada de esas de risas estridentes e incontenibles, de las que terminan a las mil y gallo y llegas a casa que no te acuerdas si has vuelto a pie o en taxi-, con el pantalón bien prieto y la camiseta bien pegada al cuerpo. Y no es que sea por provocar, es que he vuelto a engordar y no voy a andar comprándome equipo nuevo todos los años.

Bueno, pues me lanzo a ‘apatrullar’ la ciudad a las ocho de la mañana bajo una lluvia pertinaz (prima hermana de la pertinaz sequía de antaño) con la insana intención de reubicar mis neuronas como si se me hubieran caído al suelo todas las piezas del puzzle mental que me sustenta. Al principio no veo nada (no porque vaya ‘ciega’) sino porque se me ha olvidado quitarme las gafas y no tengo limpiaparabrisas; luego voy perfilando las esquinas conocidas del barrio y llego –mal que bien- hasta la ría. (O el río, según se mire de un lado o de otro).

Para cuando llego al primer puente ya estoy sudando y eso que la temperatura es de 13º -para finales de Mayo no está mal-; se me apretujan los pensamientos con las carnes y la ansiedad de quemar toxinas con algún que otro regüeldo con burbujitas (es lo que tiene el cava, que lo recuerdas a la mañana siguiente). En el segundo puente el reloj marca las 8 y cuarto, en el tercero las ocho y dieciocho y en la Zurriola las ocho y veintiuno.

Me siento en un banco y rebozo mis mojaduras con su superficie lavada. Total, qué más da. Me quito el chubasquero que me está matando de calor. Ahora sí que estoy mejor, fiesta de camiseta mojada. A ver si cae algo.

En fin.

LaAlquimista