Supongo que diciendo que me resulta abominable la parafernalia que se está creando alrededor del inevitable ascenso de la Real a primera me ganaré unos cuantos abucheos y reconvenciones (o no). Supongo también que alguien me borraría del censo ñoñostiarra por mostrarme abiertamente en contra del equipo de nuestras entretelas (o no), pero –siempre hay un pero- esta noche he tenido una de mis pesadillas recurrentes.
Les cuento. Sábado de partido. Cuatro de la tarde (faltan cuatro horas para la hora “D”). Vuelvo a mi casa de realizar imperativas y nada gratas gestiones en otra localidad y constato con horror –una vez más- que mi barrio ha sido tomado por las hordas futboleras. Ni un paso de peatones libre –para aparcar-, las aceras repletas –de coches-, ningún municipal a la vista (a ver!). Comienza mi calvario.
Los bares desbordados, las plazas invadidas, los jardines pisoteados, -menudo ambientazo que diría el otro-, el alcohol favoreciendo la confraternación entre vecinos e hinchas (de momento hinchan otras pelotas). Toda la flota de la compañía del tranvía dedicada al mismo menester (lo siento Gerardo), los nervios a flor de piel, el verbo pronto, la mirada turbia, el grito fácil.
Me encierro en casa, mi búnker, mi refugio atómico. Cierro balconeras y persianas, enciendo la lámpara de leer, me pongo unos tapones en los oídos –por si los goles- e intento hacer inmersión total en unas páginas de pura vulgaridad intelectual (J.M.G.Le Clézio “La cuarentena”).
Estoy mutando, lo sé; dentro de poco me saldrá el factor Rhesus y dejaré de ser vasca.
En fin.
LaAlquimista
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