¿Qué mujer no ha escuchado esta frase –acompañada de un gesto como sugiriendo una enajenación mental transitoria- de boca de un hombre vestido únicamente con un calzón de baño? Una, que en su prudencia y responsabilidad heredada por vía materna, ha comprado una crema de las buenas (de las que parecen hechas con esencia de caviar y aroma de langosta) con la sana intención de compartirla, se encuentra ante la disyuntiva del “pues allá tú” o “por favor, cariño, sólo un poquito”.
Porque tú ya conoces esa calva que se pone como la placa de la vitrocerámica al 9 después de un día de playa; porque tú ya has pasado por una noche de lamentos y quejidos aplicando compresas de agua fría en una espalda devastada como si una docena de cangrejos hubiera jugado a hacer carreras sobre ella, esa misma espalda que ha querido mantenerse virgen a los efectos crematísticos (de crema) porque es un pringue con la arena y no y no y déjame en paz.
Sus argumentos son de manual: “los pelos del pecho me protegen del sol”; o ese otro de: “el sol no tiene apenas fuerza, todavía estamos a principios de junio”. O para rematar la faena el razonamiento por K.O.: “mi madre nos untaba con Nivea para ponernos morenos y nunca pasó nada”.
Tal parece que los hombres, -nuestros hombres o por lo menos aquellos que nos llevan la toalla y la sombrilla a la playa,- han fundado un club hermético y secreto en el que todos sus afiliados tienen en común la aversión a las cremas protectoras de rayos UVA en proporción directa a su hombría y dignidad de sexo. Como si protegerse del sol redujera la virilidad. Como si estar quemado los hiciera más seductores y deseables. Como si pillarse un cáncer de piel fuera más interesante que morir de viejo.
En fin.
LaAlquimista