La muerte, esa innombrable, nos tiene a todos apuntados en su cuaderno rojo con letras bien grandes para que no haya posibilidad de error alguno. La muerte –y vuelta a tocar madera- es la única que no nos va ningunear. Por eso cuando nos enteramos del deceso de alguien conocido o cercano, o desconocido y lejano pero famoso o popular, sentimos –sin confesarlo a nadie- el pequeño estremecimiento feo e indigno de habernos librado de momento.
Se dirá, hoy, mañana y los próximos días, que la vida y la obra de José Saramago ha sido grande. Fructífera. E incluso necesaria. Pero no sé si alguien hablará de su muerte como punto de partida, como el postrer paso adelante de una vida dedicada a la más difícil de las tareas: vivir.
Saramago y yo teníamos muchas cosas en común: él escribía y yo le leía. El enseñaba y yo aprendía. Un par de veces estreché su mano y él dejó su sombra en la mía; con cincuenta años tuve la oportunidad de hablar con él y decirle que me gustaría escribir; me contestó que era el momento adecuado, cuando ya has aprendido la mayoría de las lecciones, cometido casi todos los errores y hay menos por vivir y más por contar.
Su muerte quizás abra un pequeño camino para quienes no sabían de él y se enteren porque lo dirán en los telediarios. Y hoy y mañana y los próximos días se expondrán sus obras en las vitrinas de las librerías, se marcarán las estanterías en la “S” en las bibliotecas, algunos –ojalá muchos- se verán inoculados de las ganas de leer lo que decía ese hombre tan diferente, tan humano. Y puede que se reedite “La caverna” y “El Evangelio…” y se hagan un poco más ricos editores y libreros mientras se enriquece la mente y el espíritu de los lectores. Lástima que el curso escolar esté casi acabado, qué oportunidad de oro perdida para que lo conocieran los jóvenes.
Su muerte lo pondrá de moda más que las controversias que suscitaba, se hablará de sus contradicciones como ser-humano y como ser-comunista (que fue ambas cosas), reclamará su cuerpo y se arrogará el derecho el país que lo escarneció y que le obligó a alejarse de sus raíces y buscar otras igual de profundas entre la tierra volcánica.
Saramago escribía con pocos puntos y menos comas, de corrido, como el discurso inacabable de su humanidad, como la vida que fluye por todos los nombres que él supo imaginar. Aunque se le llore, a partir de ahora estará más vivo que nunca. Voto por ello.
En fin.
LaAlquimista