Hoy he vuelto a mi jardín; he llenado el hatillo de libros, el ordenador portátil y tres faldas de gitana y he atravesado medio mapa para ir a contar hormigas. Son de las que no pican y no me importa dejarles que paseen por mis piernas y se alimenten de restos de crema hidratante, porque yo leo y escribo con los pies en la hierba, sintiendo su frescor de la mañana y la caricia del atardecer. Cuando me canso de una postura adopto otra, – como en la vida – y los últimos vecinos del verano ya están acostumbrados a saludarme sentada, tumbada o en decúbito prono.
En unas pocas horas de asfalto ardiente he pasado a otra dimensión; el silencio absoluto no existe –porque es el de la muerte-, pero percibo una espectral cadencia de sonidos diversos que me hacen producir adrenalina –por puro instinto- hasta que mi mente los procesa y los traduce y resume: estoy en un refugio anti-ciudad, protegida del bombardeo de sirenas ululantes, sorda a tubos de escape histéricos, autista de muchedumbres.
La llave de este refugio la llevo colgada al cuello, protegida con los latidos de mi corazón; la clave de acceso es inexpugnable, con dos billones de combinaciones posibles, imposible acceder si no pestañeo en la cadencia adecuada. Es un cuerpo abierto protegido por células fotoeléctricas de frecuencia desconocida, un corazón que late al compás que me invento cada día, una voz y una risa que cantan mientras duermo y cientos de hormigas corriendo por el estómago en el mejor de mis sueños. Mariposas no, hormigas.
Y es que Dalí, es mucho Dalí.
En fin.
LaAlquimista
“Rostro de hormigas”. Salvador Dalí