Antesdeayer subió el mercurio hasta los 40º en este pueblo mediterráneo en el que me inserto un par de veces al año para descansar de mi ciudad cantábrica. Estaba yo tan tranquila tirándole pinzas de la ropa al perro del vecino cuando, sin aviso previo, pareció como si alguien hubiera abierto la puerta del horno. Subió la temperatura a galope tendido unos diez grados y, luego lo supe, otros diez más todavía.
Como soy una persona tranquila y sensata no supe qué hacer con el subidón de adrenalina consiguiente; quizás mi mente –demasiado dominada por el espíritu catastrofista imperante- destiló el pensamiento de que un meteorito envuelto en fuego se dirigía hacia el punto geográfico exacto en el que servidora tecleaba, así que recogí mis bártulos apresuradamente y di orden desde el puente de mando de precintar –figuradamente- puertas y ventanas.
Pero ya se sabe que la curiosidad mató al gato. Al cabo de un par de horas tuve que asomar la nariz para comprobar qué ocurría afuera. La radio lo decía: “una ola de calor africano nos invade”. (Lo decía en otro idioma, pero lo entendí perfectamente.) Paseé por el jardín y los pajarillos se habían escondido –o achicharrado en sus ramas-, las lagartijas llevaban cantimplora y no se veía un alma (humana).
Arrastrándome como pude (figura retórica) me acerqué hasta el mar. Quizás pensando en divisar una gran ola en lontananza o algún otro extraño fenómeno calorífico/estival. Y sí, efectivamente. Allí estaban. Todos. Por cientos –que no cienes-. Mis congéneres humanos se torraban en una playa cuya arena parecía a punto de ebullición. El mar, la mar, sacudía su furia en olas dignas de cualquier marea viva de las de Septiembre, lo que dificultaba un baño en sus aguas turbulentas y supongo que bien caldosas. Pensé en las bajadas de presión arterial, en la deshidratación de los infantes –los había por doquier-, en ahogamientos, asfixias y demás conflictos respiratorios. Y en corazones bombeando sangre ardiente.
Entre toda esta barahúnda estúpida e imprudente se paseaban, erguidos, frescos e indiferentes, los africanos de todos los días con su carga de falsificaciones. Intuir qué estarían pensando aumentó mi malestar.
Ya lo dijo Einstein (y si no lo dijo él lo podría haber dicho cualquiera):
“Dos cosas hay infinitas: el Universo y la estupidez humana”.
En fin.
LaAlquimista