A veces se cometen tonterías que luego una no sabe cómo ha sido capaz. Por ejemplo: el año pasado no celebré mi cumpleaños por una serie de razones de las que soy yo la única responsable. No es que estuviera con la “depre” de hacerme un poco más mayor ni tonterías de esas, digamos que elegí hacerlo así y luego supe que me había equivocado.
Conforme pasaban los días y en el calendario quedaba atrás la fecha de mi nacimiento, empecé a tener la sensación de haber hecho el tonto, de haber desperdiciado una oportunidad estupenda para celebrar la vida, mi vida, para compartir con quienes me quieren y a quienes quiero (y mucho) todo lo bueno que me estaba pasando y hacer risas sobre lo que yo consideraba mis problemas.
En un libro de Marlo Morgan titulado “Las voces del desierto”, se narraba la costumbre de una tribu de aborígenes australianos para quienes la celebración –o no- del cumpleaños dependía del propio interesado, quien comunicaba a sus compañeros si era merecedor del agasajo. Es decir: una autocrítica sin anestesia y decidir si se ha evolucionado en los últimos doce meses.
Pertenezco ,afortunadamente, a otra tribu donde no se mira tanto con lupa los progresos hacia la luz y el encuentro con uno mismo, pero –y aquí está la gracia del asunto- no puedo dejar de cuestionarme si todos los aniversarios son igualmente merecedores de agasajos y celebraciones varias. Y como de modesta tengo poco (que no tiene nada que ver con una eventual humildad que me favorece al cutis), he decidido que este año lo celebro.
El truco –que me temo no se practica demasiado a menudo- consiste en no romperse la cabeza pensando en invitar a amigos y familiares a una comida, una cena o una copa, sino justamente al revés. Cuando llega el cumpleaños de alguien querido, a lo que me siento impulsada es a prepararle una pequeña fiesta, cocinarle su plato favorito o agasajarle de la mejor manera posible.
Justo, ¿no? Pues eso. Este año, me toca.
En fin.
LaAlquimista