Es lo que pasa por ir de vacaciones, que una se convence de que tiene derecho a cervecita con calamares, al arros negre y las fideuás, a hacer la siesta todos los días, al vermú con boquerones y a toda esa serie de vicios gastronómicos condenadamente al alcance de la mano cuando una se sumerge en la vida cotidiana de un pueblo pesquero mediterráneo.
Y pasa lo que pasa, que vuelves a casa y en el cuarto de baño te la encuentras; ahí tirada en el suelo, con una pequeña pátina de polvo después de tres semanas porque ningunos pies se han posado sobre ella: la báscula. Y la miras con asombro, parece mentira que después de una relación diaria durante meses y meses te hayas podido olvidar tan fácilmente de ella en el tiempo en que se incuba un polluelo; pero ahí está, como recordándote tus faltas y las pilas cargadas para arrojarte la cifra mortal cuando saques el valor suficiente.
He vuelto a engordar. ¿Y qué…? He aumentado mi peso a fuerza de ser feliz (moderadamente), he aumentado mi peso por darle a mi espíritu y a mi cuerpo lo que me demandaban sin dejar que la mente –esa traidora- tomara parte en el asunto. Con alegría, he sido consciente día a día de que me saltaba todas las estúpidas normas que me había impuesto a mí misma (¿yo, o la sociedad?) sobre lo que es correcto que pese una mujer de 56 años y 1,67 de estatura; con satisfacción total y absoluta me he paseado por la orilla del mar con mis quilos de más y por las noches he vestido un blusón en vez de una camiseta ajustada sin sentir envidia de las mujeres delgadas ni menoscabo alguno en mi autoestima.
Y ahora que he vuelto a casa, no tengo la más mínima intención de ponerme a dieta para recuperar una silueta que me es indiferente cómo se vea desde fuera porque yo me veo desde adentro y me veo bien y esos son los únicos ojos que importan. Como me dijo mi hija pequeña al abrazarme después de tres semanas: “ama, qué guapa estás”. Pues eso.
En fin.
LaAlquimista