He regresado a la ciudad temerosa, con una pizca de angustia enganchada en el borde del vestido, esa que se cuela por los resquicios menos protegidos y nos tumba con un ataque de tristeza en cualquier momento. Venía de pasar una temporada al borde del otro mar, el mar de los pintores y la luz especial, el mar tranquilo y poco alborotador, un lugar donde respiro paz casi con mayúsculas, la paz que viaja conmigo y que nada ni nadie se empecina en quitarme.
De vestir casi todo el día de aire libre -entre terrazas y jardines- tengo que ponerme el traje de otoño entre las paredes de un piso convencional. Y me daba miedo la idea, rechazaba de antemano la perspectiva de las comodidades urbanitas, cometiendo el error –siempre los errores- de establecer una comparación y declararla a priori perdedora en esta pequeña lid entre el pueblo y la ciudad.
Pero como sé que las cosas están ahí aunque yo no sea capaz muchas veces de verlas a la primera, me he tomado el tiempo de volver a mirar mi casa con otros ojos. No tengo jardín, pero tengo unas magníficas vistas sobre el monte; un frescor matutino que levanta el ánimo y un solecito por la tarde que es gloria bendita; no tengo vecinos ni encima ni enfrente ni a los lados, mi dormitorio y mi cuarto de trabajo se abren al otoño –verde todavía, pronto rojo y de todos los ocres- sin más impedimento que un gran ventanal deslizable.
Igual que en la vida, todo está a mi alcance pero en el orden equivocado: basta con cambiar la mesa de sitio y encararla hacia el ventanal Oeste. De repente mi espacio queda invadido por una luz que, hasta ahora, había permanecido oculta detrás de las persianas.
¡Cómo no he podido darme cuenta en todos estos años…!
En fin.
LaAlquimista