Ahora escribo frente al ventanal. Lo abro y dejo que entre el aire calentito de primera hora de la tarde; o por las mañanas, el frescor que baja del monte que hay enfrente de mi casa, sensaciones ambas a las que me entrego con deleite. Es un paisaje de cielo y nubes, de monte y árboles. La carretera que sube serpentea sinuosa entre una pequeña urbanización que no estropea el encuadre. Bordeando esta subida, una larga hilera de árboles de hoja caduca, esos que cambian de color ofreciendo el regalo del milagro del otoño e inspiran poesías dolientes a los enamorados.
En menos de una semana, día tras día, estos árboles han ido pintando sus hojas de un tono ocre para pasar al color que tenía el cabello de Rita Hayworth: sencillamente precioso. Son una mancha rojiza en medio del exuberante monte verde, un regalo para la vista y un alivio para el espíritu, después del primer estremecimiento.
El lunes estuvieron bailando bajo la lluvia durante varias horas; se cimbreaban peligrosamente sobre su propio eje pero, cuando amainó el temporal, volvieron a erguirse, sacudiendo sus hojas con tino y preparándose para la caricia de un solecito de última hora. Sin aspavientos, sin llamar la atención, viviendo lo que les depara la naturaleza -la vida- sin ofrecer resistencia al cambio. Dejándose llevar, bendito ejemplo.
Llevo media vida viviendo en esta casa y hasta ahora no había disfrutado realmente de la brisa de paz que entra por mi ventana. O será que la brisa es la de siempre y la paz es la novedad. Chi lo sa!
En fin.
LaAlquimista