Delante de mi casa hay un jardincillo que queda a desmano de la gente; no hay cerca ningún bar ni ninguna tienda de chuches por lo que tan sólo lo visitan los dueños de perros y los dueños de libros. Unos y otros no hacen excesivas buenas migas puesto que los primeros (los perros) sin correas que se lo impidan, se dedican a jugar entre las piernas de los segundos (los lectores) contribuyendo al equilibrio de la cosa, es decir, que siempre hay unos que molestan y otros que aguantan.
Pero a lo que voy. Como había perdido la concentración en la lectura, me dediqué a disfrutar del entorno desde un banco estratégicamente situado a la sombra de un gran sauce llorón. A unas decenas de metros, ya sobre el empedrado del inevitable parque infantil que ponía voces de fondo al bucólico reducto arbolado, descubrí a un perro de tamaño más que respetable que saltaba, brincaba, corría y regateaba sobre sus tres únicas patas.
No soy especial amiga de cánidos, ni de animales de más de dos patas, pero me llamó la atención por lo inusual y al marcharme me acerqué a su dueña y pegué la hebra. Todos sabemos que llevar un perro a pasear es una puerta abierta a la conversación con desconocidos, la sociabilidad máxima de nuestro carácter “cerrado”, así que me explicó muy amablemente que a su perro le habían tenido que cortar “una mano” cuando era un cachorro de resultas de un accidente.
Al lado, una mujer que cuidaba de un niño de unos seis o siete años comenzó a increparle a voz en grito: “!Aitooorrrr, que quites “tus patas” del banco!”
La dueña del perro y yo nos miramos y con una sonrisa entristecida nos dijimos adiós.
Sin comentarios.
En fin.
LaAlquimista