“Se había acostumbrado al sambenito de “rarita”, como uno se acostumbra a tener un grano en mitad de la frente y vérselo todos los días. Eran ya demasiados años nadando contra la corriente social y el descrédito de sus costumbres la seguía a todas partes, pero eso a ella no le daba ni frío ni calor. Le habían enseñado que existía algo llamado libre albedrío y se apuntó a esa fiesta calladamente.
Aprendió a escribir con la pluma estilográfica que le regalaron con motivo de la celebración de un rito religioso del que no entendió nada cuando era casi una niña. Años después, cuando llevaron a su casa aquel invento del maligno que maravillaba a todo el mundo, cajón frente al que comenzó a sentarse toda su familia en vez de hablar, ella se recluyó en su cuarto y amontonó tras la puerta todos los libros que pudo, como una barricada imposible. Con el tiempo, siguió yendo al cine en sesiones desiertas para no apoltronarse en el sofá metiendo cintas de películas en otro nuevo aparato.
No se compró –ni permitió que le regalaran- ninguna maquinita para jugar, ni escuchó más radio que la que de la radio venía, en su casa había cuatro enchufes y estaban sabiamente adjudicados. Por las noches, dormía. Por el día, hacía lo mismo que los demás pero con las manos libres, pero libres de verdad.
Pero los tiempos no perdonan –ni la vida tampoco y menos las gentes- y tuvo que dejar de llamar la atención por no tener teléfono fijo, ni aparato de televisión, ni geimboy, ni playesteison, ni la mitad de lo que tenían los demás. Así que aceptó que le regalaran –a los cuarenta y cinco- un teléfono móvil. A partir de ese momento sintió que le había crecido otro dedo o un apéndice molesto con el que había que cargar continuamente. Su vestimenta se adecuó para poder guardar el pequeño aparato, no se compraba más que faltas y vestidos que tuvieran bolsillos, ideó un bolsito pequeño para llevar –como un escapulario- el teléfono móvil y no perderse ninguna de las ,supuestamente importantes, llamadas que recibiría.
Se sobresaltaba con su sonido, una angustia le atenazaba cada vez que escuchaba la musiquilla que anunciaba la entrada de un nuevo mensaje. “¿Quién será, qué dirá, qué pasará, se habrá muerto alguien conocido?”. Si salía a la calle y se lo olvidaba, volvía a casa a buscarlo, lo usaba de despertador, para escuchar las noticias, para sacar fotos de los amigos, como agenda para recordar las citas, para comprobar la cuenta del súper, para cronometrar ciertas performances, para apuntar las cosas y para hablar por teléfono.
Un día, cinco años después, su teléfono móvil desapareció. Y ella pensó que era la única oportunidad que le quedaba para ser feliz. “
En fin.
LaAlquimista