Que la vida no es precisamente un camino de rosas eso ya lo sabemos todos los que hemos transitado por él durante unas cuantas décadas, pero tampoco es un valle de lágrimas como nos metieron a machamartillo en la cabeza cuando íbamos al colegio con el rosario colgado del cinturón. Quiero decir que no lo es para los que vivimos en esta parte del mapa donde no alcanzan los obuses ni las leyes tiránicas.

Sin embargo no es fácil que pasen muchos días seguidos sin que ocurra en nuestro devenir algún pequeño disturbio, algún inconveniente o un golpe de mala suerte; de eso no se libra nadie y hay que ir sorteando obstáculos sobre la marcha, con rapidez de reflejos y buen tino.

Luego están los otros problemas, los graves de verdad, los que nos quitan el sueño y la chispa de los ojos, los que llevamos prendidos a la piel porque consideramos que son nuestros y tan sólo nosotros podemos solucionar; esas rémoras sutiles –o no tan sutiles- con nombre, casi siempre, propio. Entonces es cuando más difícil resulta reencontrar la dirección que se ha perdido en el último cruce, es el momento en el que aflora todo el miedo y el sentimiento de culpabilidad inducido desde los tiempos en que nos hicimos por primera vez pis en la cama.

“Consúltalo con la almohada”, es el consejo que me dio un gran profesional de la cosa cuando le planteé las dudas que me asaltaban ante una grave decisión que tenía que tomar. Parecía que me recomendaba descanso horizontal para que mi cuerpo recuperara su gobierno y era precisamente todo lo contrario. Mientras dormimos nuestra mente trabaja libre de presiones y toma sus sabias decisiones, por eso, me despierto hacia las cuatro de la madrugada sabiendo, con certeza, lo que tengo que hacer.

El truco no consiste en volverse a dormir y haberlo olvidado todo a la mañana siguiente sino en darse cuenta de que de ahí adentro ha surgido la verdadera solución al problema. Es un buen aviso a navegantes.

En fin.

LaAlquimista