Dicen que existe un doble placer en recibir invitados en casa: en el momento en que llegan y cuando se van. En mi caso recibo con una bien aquilatada frecuencia la visita de mi hija mayor que vive fuera y el placer es triple: cuando sé que va a venir, mientras está en casa y cuando se va dejándome su olor, su estela, sus besos.
Empecé a ser una madre “de las de antes” cuando cumplí los cincuenta, ni yo misma sé porqué y no pienso preguntárselo a ningún diván, pero ahora insisto para que se sirvan más del guiso que he cocinado, ofrezco leche con miel o un masajito en la cabeza si se ponen a mano. También soy consciente de que repito las cosas dos y hasta tres veces y que me empeño en ofrecer jerseys, abrigos o botas que no vienen a cuento pero “por si acaso”. Lo único que me salva es que no llamo todas las noches para que me den el parte…
sólo cada dos días.
Pero cuando mi hija me anuncia su visita me pongo tan contenta que me bailan los pies solos y en el afán de hacerle feliz siempre le pregunto lo mismo y obtengo idéntica respuesta. -”¿Qué quieres que te ponga para cenar?” – “Ama, qué voy a querer…TORTILLA DE PATATAS!
Una buena ensalada de tomate y lechuga y cebolla, una botella de sidra y la tortilla de patatas –una para cada una, individuales de dos huevos las hago que por la vista también se sacia una. De postre un poco de nada y luego infusión para ayudar al asunto a asentarse. Todo ello con el mantel “bueno”, la vajilla de los días especiales, una buena música de fondo y la charla y la sobremesa distendida, alegre, cómplice y amorosa.
Una cena de lujo sin salir de casa. A ver quién es el guapo que lo discute. Para que luego me digan con retintín eso de “!Menos mal que madre no hay más que una…que si no…!”
Hijos.
En fin.
LaAlquimista