El otro día mi hija pequeña me regaló una perla cultivada y no era mi santo. Estábamos hablando de la soledad y del miedo que la acompaña, de cómo los jóvenes viven en un reducto protegido, con sus reglas, con sus códigos, pero todos revueltos, siendo difícil encontrar a alguien de veinte años que viva en soledad física y se conduela de ello. Así que le explicaba cómo la soledad puede ser producto de una decisión inducida –algo así como el “a la fuerza ahorcan”-, pero que no hay que deprimirse más allá de unas cuantas semanas, lo justo para cogerle el tranquillo a la cosa y seguir bailando.
Porque se salta de los brazos familiares a los de la pareja –excepto los que tienen la posibilidad de estudiar en otra ciudad y van tomándole el pulso a la vida- y luego vienen otros pequeñitos que agarran con más fuerza todavía y entre brazos y abrazos se llega a la edad en que se busca llenar los vacíos, remendar los jirones y aplastar los silencios, y a quién no le ha pasado eso de despertarse una mañana y sentir que al lado duerme una persona extraña a pesar de los años transcurridos, cuál será el número de parejas sujetas por la inercia –como el tambor de la lavadora que aunque se acabe el programa sigue girando todavía unas cuantas vueltas-, por la costumbre, la comodidad y, sobre todo, por miedo a la soledad.
Y yo le explicaba –a mi hija- que ya hace mucho tiempo que la tengo amaestrada a esa fiera -a la soledad-, que cuando me lanza un zarpazo inesperado saco el látigo y le doy bien fuerte, aunque duela. Y le hablaba del efecto secundario tan arteramente oculto hasta que no se llega a lo alto de la colina y se mira lo que hay al otro lado: la libertad, ese oasis visto en lontananza y alcanzado si el paso –y las ganas- no decaen. Le hablaba de lo hermoso que resulta disponer del propio tiempo dedicando a los demás la parte alícuota correspondiente para mantener familia, amistades e imprevistos, de la paz y el sosiego de no escuchar más gritos que los propios del silencio ni más requiebros que los de la íntima conciencia.
Me dejó que le diera la charla y entonces, me miró condescendiente y me espetó:
-“!Pero si lo tuyo no es soledad sino autonomía…!”
–“Pues mira, esta autonomía va a gastarse el presupuesto en invitarte a tu japonés favorito”.
Y mi soledad se fue con la suya a hacerse compañía.
Hijos.
En fin.
LaAlquimista