Andy Wharhol sabía lo que decía cuando acuñó la frase acerca de los “15 minutos de fama que cualquier persona puede conseguir”, refiriéndose a la televisión y su influencia en los años 50. Casi sesenta años después es un hecho sociológico constatado que fabricamos a nuestros héroes a partir de los programas televisivos: concursos, tertulias, series, culebrones y realities. Es más fácil que cualquier ciudadano medio te recite la lista de los últimos personajillos de moda a que enumere tres filósofos o dos escritores de la generación del 98. (No de 1998, sino de la otra).
Nuestros padres crecieron con la radio pegada a la oreja y los libros en la mesilla de noche –los que disfrutaban con la lectura, los menos-. Nosotros hemos crecido con la televisión y los libros en la misma mesilla (heredada) y nuestros hijos han añadido a su “bagaje cultural” el ordenador y todo lo que hay dentro –sin contar los circuitos-. Los nietos ya reciben un móvil como regalo en el rito religioso-social de los diez años o –los educados liberalmente-, otro móvil también por las mismas fechas para no establecer agravios comparativos susceptibles de terapia psicológica.
Y todos nosotros, abuelos, padres, hijos y nietos sabemos quiénes son los “iconos” de la modernidad, del papier couché y del petardazo televisivo. (Me corto los dedos antes de poner un solo nombre). Pero el caso es que la culpa es nuestra, individual, personal e intransferible (como el D.N.I. y la tarjeta del paro) por hacer que en nuestros hogares se coma con la tele puesta, se cene con la tele de fondo y –los fines de semana- se le haga partícipe al aparatejo ese de la hora del desayuno. Es lo más cómodo; evita hablar, evita problemas, todos callados y moviendo el bigote, aunque dentro de unos meses, como mucho un par de años, nadie recuerde ni valore las “gestas” televisivas de estos héroes y heroínas de pacotilla.
La curiosidad morbosa, el cotilleo venenoso, la envidia verde, el derecho a criticar, juzgar y condenar al prójimo que se vende… ¿cómo separar esa costumbre, ese derecho, de la vida real? ¿Cómo tener una vara de medir para los personajes del famoseo y otra para quienes nos rodean? ¿Con qué autoridad moral criticamos la vida de los otros?
Si vivimos vidas ajenas… ¿quién vive la nuestra?
En fin.
LaAlquimista