He sido desde siempre, por suerte o por desgracia, una persona bastante disciplinada; me enseñaron a ello desde pequeña y con el paso del tiempo se ha convertido en una peculiaridad asumida en vez de un esfuerzo a realizar. Sin embargo, a partir del momento en que me invitaron a pre-jubilarme (hace cuatro meses ya) me dije a mí misma que ya iba siendo hora de hacer el vago de vez en cuando sin esperar a que llegara el fin de semana. Así pues, si una noche los demonios –propios y ajenos- vienen a hacerme una visita, al día siguiente me lo tomo “sabático” y si no quiero hacer la compra pues no la hago, si no me apetece fregar, pues no friego y si me apetece quedarme en la cama remoloneando hasta las diez, no me privo, y así sucesivamente. Sin ningún rubor, sin vergüenza.
Considero que es un “derecho adquirido” por mi parte el hacer el vago cuando así me lo demanda el cuerpo o lo suplica el espíritu. De momento no me ha ocurrido más que de vez en cuando –una vez al mes o así- pero no me he sustraído a esa tentación y tampoco estoy arrepentida de haber caído en ella.
Pero cuando he comentado esa eventual situación con mi gente, sus reacciones me han dejado perpleja. Desde el “qué suerte tienes, yo eso no puedo hacerlo jamás”, hasta el “vaya morro, así andas tú”, sin olvidarnos del “se empieza así y se acaba no saliendo de casa…”. La segunda y la tercera reacción me parecen pintorescas, -e improbables- pero la primera hace que se me enciendan las alarmas. Y no en vano. Porque, ¿cuántas personas –en su mayoría mujeres- a pesar de haber accedido a una más que merecida jubilación (o “pre”, que tanto da) siguen estando amarradas a la noria de las obligaciones domésticas o familiares sin poder permitirse el lujo de “hacer el vago” de vez en cuando? ¿Qué pasa? ¿Que lo nuestro es un “contrato indefinido” pero hasta que la muerte nos separe… (del trabajo, se entiende)?
Reivindico el derecho a holgazanear; pongamos, el 10% del tiempo “laborable”, o sea, una hora al día o una mañana a la semana o un día al mes, reivindico para las jubiladas la porción del dolce far niente que se regalan los jóvenes, los maridos y… todos los que pueden. Para que no nos quede la sensación, cuando nos levantamos cansadas, de que lo nuestro es una condena. Que ya está bien, hombre.
En fin.
LaAlquimista