No hay entrevista que se precie a personaje importante de edad avanzada que no contenga la pregunta del millón: “¿Se arrepiente de algo de lo que ha hecho en la vida?” y el entrevistado, no se sabe si movido por una fuerza ecuménica que le arrastra, responde casi siempre: “No, si acaso me arrepiento de aquello que no me atreví a hacer”.
Ayer lo hablábamos en una de esas conversaciones de después de cenar que terminan pasadas las uvas sin que uno se dé cuenta; los errores cometidos tienen poco que ver con los riesgos asumidos, antes bien, al contrario. Muchas veces lo racionalizado, sopesado, meditado en exceso conduce a decisiones frías y calculadoras que llevan al ser humano por el camino que va derecho al precipicio. Una vez que la persona se cae destrozando varios años de su vida y media tonelada de ilusiones, se cree con un escudo invisible para no cometer los mismos errores. Ya ha aprendido la lección, a partir de ahora será más prudente (todavía).
Y sin embargo, me asalta la terrible duda de si no habrá que hacer exactamente lo contrario, dejarse llevar por el impulso que se abortó en su día, permitirse la locura momentánea que siempre fue reprimida, ponerse el mundo por montera aunque sea ahora, al final, ya que no se hizo al principio.
Entre risas y confidencias, llegamos a la conclusión de que somos unos cobardicas que no nos hemos atrevido a hacer aquello que más emoción nos provocaba su sólo pensamiento y, ahora, visto en la distancia, no nos queda más remedio que arrepentirnos de no haber sido capaces de correr el riesgo.
Entono el mea culpa de rigor y me prometo a mí misma atreverme la próxima vez que se me presente la oportunidad. A ver si me acuerdo.
En fin.
LaAlquimista