Todo parisino que se precie tiene una maison en campagne y, como ocurre en casi todas las grandes urbes, huye despavorido el fin de semana del asfalto hacia el –bien cercano- campo liberador de estrés y contaminación. Queda entonces la ciudad abandonada a su suerte y es predio codiciado de los turistas. Afortunadamente ocurre únicamente en los cuatro sitios “fetiche” por excelencia, a saber: les Champs Élysées, Notre Dâme, la Tour Eiffel y le Sacré Coeur. Las entradas a los museos también bullen de actividad y las terrazas de los bares del centro; poco más. Si añadimos la inclemencia meteorológica, la desertización urbana está garantizada.
Lo contemplé este domingo pasado a la hora del Angelus, atravesando la ciudad en autobús –si no hay prisa ¿para qué sumergirse en las profundidades cuando la vida está en el exterior?-, y admiraba la ciudad vacía de su cotidianeidad revestida de una pátina brillante de misterios por descubrir. Y atravesar el Jardin de Luxembourg pintado del mejor otoño, mágico en su soledad impresionante, compararlo mentalmente con el bullicio de otros días, observar a los paseantes inveterados –como yo-, a quienes no les importa la lluvia porque también forma parte de la vida.
Buscaba un pequeño museo escondido: el Museo Zadkine, donde vivió y trabajó el escultor ruso que tanto me gusta. Tardé un poco en encontrarlo puesto que es una casa fuera del tiempo escondida detrás de un edificio moderno, en el 100 bis Rue d’Assas; un oasis inesperado en medio de la ciudad, un espacio que se conserva tal cual desde 1928 cuando el artista instaló allí su vivienda y “atelier”. Esculturas bajo la lluvia, profusas de nostalgia. Zadkine escribió en una carta a un amigo: “Ven a ver mi locura d’Assas y comprenderás cómo la vida de un hombre puede cambiar a causa de un palomar, a causa de un árbol”. Me imaginé viviendo allí y un escalofrío me tomó de arriba abajo.
El primer domingo de mes los museos son gratuitos en Paris y todo el mundo lo sabe, así que lo mejor es alejarse de las grandes pinacotecas; prefiero pagar y contemplar el arte sin empujones. Así que bajé por el Boul’Mich hasta la vera del río –una vez más-. Los puestos de los “bouquinistes” estaban abiertos a pesar de la lluvia, pero en dirección a la estación de Austerlitz el tránsito de paseantes decae considerablemente. Es imposible pasar por l’Institut du Monde Arabe y no detenerse una vez más a contemplar tan extraña edificación. Sus ventanas se abren y se cierran como capullos en flor (a mi me recuerdan a un calidoscopio) para protegerse del sol en verano y recibir su calor en invierno.
Rozando el Sena y perteneciente al Jardin des Plantes, está ubicado le Musée d’Sculpture en Plein Air –con obras más o menos vanguardistas-. Entre ellas, mirando al río, esplendoroso y limpio, varios “clochards” duermen bajo su palio plastificado. Otro contraste más.
Un restaurante marroquí auténtico (decoración, personal y comida autóctona) me regala –por el precio irrisorio de 8€- un couscous vegetariano digno de una reina. La sopera encima de la mesa (cómo me recordaba las fuentes de babarrunas), la sémola en su bandeja y… ¡me llené tres platos!, que las piernas aguantan mucho mejor con buen combustible. ¡Qué delicia, un té a la menta como remate de tan digno manjar!
Por la tarde, una reunión de amigos y familiares rubrica el domingo, pero…yo quiero salir todavía un rato más y nos vamos en el coche de mi amigo inglés a visitar la Biblioteca Nacional. Con su bosque/jardín por debajo del nivel del suelo, una pequeña selva escondida y de imposible acceso que enmarca los cuatro edificios más modernos del Centro de Paris. La BnF alberga 13 millones de libros y es una de las bibliotecas más importantes del mundo. Una de sus obligaciones es conservar una copia de todos y cada uno de los libros publicados en Francia (incluso de los malos!). Anecdotario: la entrada es pagando y las consultas se cuantifican monetariamente. Como está prohibido fumar, la gente lo hace en las puertas de acceso y es un basural de colillas. No ponen ceniceros, supongo que ¿como medida disuasoria…? Valió la pena visitar la exposición del gran fotógrafo Raymond Depardon; eso no ocurre todos los días.
De vuelta al hogar compruebo que mi “doudoune” (plumífero o saco de dormir con mangas) está empapado por fuera y seco por dentro, que mis botazas –bien frotadas con grasa de caballo antes de venir- han soportado los cientos de litros de agua caídos, que mi bolso/mochila de plástico (bendito plástico) ha mantenido secos mis papeles, la cámara y la cartera con la foto de mis hijas…así que… el resto de la velada transcurre en el relax propio de la amistad y el buen yantar que estas gentes del Norte cultivan como auténticos expertos.
Paris bien vale… una tromba de agua.
En fin.
LaAlquimista
Fotos: C.Casado.