A Paris no he ido de vacaciones. De hecho, cuando no se trabaja, ese concepto debería quedar proscrito del vocabulario habitual, así que digamos que mi viaje a Paris ha estado motivado por la necesidad de poner distancia durante unos días del rutinario decorado donostiarra. No soy capaz –nunca lo he sido- de estar más de dos meses quieta en el mismo sitio sin moverme; necesito el cambio de ambiente, estar con otras gentes, romper la rutina que, a diferencia de a la mayoría de las personas, no me ofrece suficiente soporte y apoyo. Incluso cuando mis hijas eran pequeñas las metía en la mochila y me iba con ellas a respirar otros aires. Al paso que llevo tengo mis serias dudas de que termine mis días allí donde estoy empadronada y pago mis impuestos.
A Paris he ido a visitar a mis amigos. Ese tesoro que sustenta en buena parte mi existencia y sin el cual no puedo vivir. Pero no me limito a mantener la relación por correo electrónico; me gusta ver cómo comen el jamón que les llevo, cómo ponen los ojos en blanco cuando beben el vino de Rioja que tengo la moral de cargar en mi equipaje; me gusta reír con ellos de mis numerosas “boutades”, de mi acento francés de la zona norte del barrio de Amara, dejar que me lleven por aquí y por allá, que cocinen para mí, que me pidan ver las fotos de mis hijas, que me cuenten su última pena y me consuelen de mi último patinazo.
A Paris he ido a contar adoquines. A pasear sola sin que nadie me salude, sin que nadie se percate de mi existencia; a sentarme tranquilamente en una terraza bajo la estufa en forma de champiñón y tomarme un gintonic en la happy hour de cualquier bar y sacar mi cuaderno y mi bolígrafo y escribir mis cosas y mirar al infinito como si estuviera pensando en algo profundo como es el hecho de tomar conciencia de que la vida hay que –tengo que- vivirla no día a día, ni siquiera hora a hora, sino minuto a minuto. Algo que haré cuando surja la oportunidad será alquilar un apartamento y tirarme tres meses enteros en esta ciudad, en el barrio de la Bastilla, mi favorito. Invitaré entonces a mis amigos de otras tierras a que vengan a visitarme y me traigan jamón…
A Paris he ido huyendo de esas pequeñas heridas que no cicatrizan bien con el aire cargado de salitre del mar. Como si hubiera sido por “prescripción facultativa”. Y cuando todo esté en su sitio y el invierno me envuelva en un edredón de plumas de ganso del que no pienso salir hasta que la primavera me devuelva entera a la vida, entonces volveré a dejar mi ciudad para recalar en el otro mar donde el azul del cielo y la dulzura del aire alivian todas las penas; incluso las mías.
En fin.
LaAlquimista
Fotos: C.Casado
(1) Peniche sur la Seine
(2) Plaza Beaubourg
(3) Un cortado parisino
(4) Port Royale – Jardin de Luxembourg