Volver a casa. Buscar las llaves que han estado olvidadas durante la ausencia y respirar el olor que devuelve el espíritu a sus raíces. En la semi-oscuridad de persianas bajadas y postigos entornados recobrar las sombras de los objetos cotidianos, saludar a las plantas que han resistido el tiempo de espera acurrucadas en un punto de luz sobre su lecho de agua que han ido absorbiendo día a día, en un trabajo de supervivencia ajeno a ellas.
Apenas hay polvo que haya visitado la casa por no haber encontrado resquicios por donde colarse. Y un silencio como de abandono. Las casas también pueden ponerse tristes.
Retomar la vida en el punto mismo donde se dejó es un trabajo melancólico y quizás fútil. Como darle vueltas a la manivela de la vida para volver al mismo punto de destino, una sensación de no avance, de tiempo entre paréntesis que se queda parado encima de un mueble a la espera de su ubicación.
Como si, quien las habita, no hubiera envejecido en estos días lejanos, las habitaciones reciben al viajero que retorna sin un solo reproche; serenas y tranquilas abren sus brazos para ofrecer el regalo viejo y cotidiano, nada en ellas ha cambiado, el tiempo y el deseo detenido.
Sin embargo, es una imagen falsa pues lo que dejamos al partir ha esperado anhelante de tiempo nuevo, desgastando el sueño y el deseo, castigando la piel y arañando el alma con la necesidad de recibir los regalos que traen los buenos viajeros de sus viajes.
Todo lo malo que se deja al partir sigue agarrado a la espera del retorno y nada cambia, ni siquiera los vientos arrancan viejas nostalgias. Y las sonrisas, el amor, la risa y el canto han flotado en el mismo espacio esperando, también, nuestro regreso para, simplemente, seguir viviendo a nuestro lado, en nuestro hogar.
En fin.
LaAlquimista
Foto: C.Casado Fin del Veranillo de San Martin