La respuesta es sencilla y universal: nada. Llegar a esto tan simple me ha costado muchos años de pelea conmigo misma. Quizás es que formo parte del grupo al que han enseñado que hay que actuar siempre de alguna manera y eludir la pasividad por principio. Pero todo esto no son más que falacias.
Seguro que tenemos grabado en la mente cómo hay que actuar ante una situación de emergencia, por dónde escapar de un incendio o cómo reaccionar ante un ataque de epilepsia (ajeno, por supuesto). Esas nociones de “primeros auxilios” sirven únicamente para ayudar al otro, casi nunca para curar los propios males y penas.
Si tu pareja te traiciona no hay que hacer nada; la traición se irá con él (o con ella) como barrida por un viento justiciero. Si un amigo te vuelve la espalda no hay que hacer nada; mejor dejar que esa mala amistad siga su camino sin ti. Si un familiar te guarda rencor no hay que hacer nada; el rencor daña a quien lo siente y puede ser contagioso. Si te parece que la vida te hace trampas no hay que hacer nada; tan sólo esperar a que gire un cuarto de vuelta y entonces habrá otro paisaje hermoso del que disfrutar.
Y si no hay ganas de hablar pues no se habla y punto y si es mejor quedarse que ir, entrar que salir, dormir que soñar o soñar que dormir pues también debe ser así. Que nadie nos fuerce a hacer lo que no queremos, no podemos o no sabemos. En la inmovilidad está también la elección libre del ser humano, porque tanto para la acción como para la omisión las consecuencias serán inapelables y ese es el único trabajo necesario realizar: ser consciente y aceptarlo.
Cuando la desorientación llama a mi puerta –como un visitante fastidioso- no le abro. Me siento a escuchar una ópera y le dejo que se aburra esperando.
En fin.
LaAlquimista
Foto: C.Casado. Escondiéndose del mundo