Domingo lluvioso, 13,00h. Donostia colapsada por la enésima carrera maratoniana, los autobuses urbanos circulan por la vía de desahogo que es la calle Prim. A la altura de la Plaza de Bilbao, el público se agolpa en la parada del autobús, yo entre ellos. Las nubes dan un respiro y ha dejado de llover, quién sabe por cuántos cuartos de hora… Una pareja de unos sesenta y pico, con jersey grueso, anorak y gorro de lana él y con abrigo acolchado largo ella, acompañan a un chaval de unos dieciocho o diecinueve que podría ser su nieto. Discuten. El autobús tarda. El chaval va en calzón corto y cubierto con una capita dorada de material aislante que han entregado a los participantes en la carrera para que no pierdan todo el calor corporal al finalizar de correr.
De repente ella, la presunta abuela, se lanza a la calle y con bruscos ademanes para al primer coche de una larga fila; el conductor se detiene –sorprendido y en la mitad de la carretera- y baja la ventanilla del copiloto. Algo hablan la señora y él pero el vehículo sigue su camino. La buena señora se abalanza otra vez con gestos suplicantes sobre el siguiente vehículo (en la parada del bus, los espectadores empezamos a mirar extrañados e interesados) que frena –originando el consiguiente susto en los coches que vienen detrás- y se repite la jugada. Hablan (la señora y quien va al volante) y el auto reemprende la marcha. La buena mujer insiste en mitad de la carretera en parar un coche tras otro y ninguno accede a su petición.
(El público sonríe irónicamente, el supuesto abuelo gruñe y el joven corredor tiene mala cara, está transido de frío, es obvio).
No soy especialmente curiosa, pero es que de repente me doy cuenta de la jugada al escucharle a la buena mujer, ya que ahora habla en voz muy alta, la petición: “Por favor, ¿vas para Amara? ¿Nos llevas? Es que el chaval ha corrido en la maratón y está congelado…”
Salgo de la fila, agarro del brazo con firmeza a la abuela suicida y me la llevo hacia la acera, mientras le explico que el autobús va a llegar en un par de minutos, que no pasa nada, que el chaval va a estar caliente enseguida… y que se quite del medio de la carretera que le va a pillar un coche o va a ocasionar un accidente…
Está muy nerviosa, es evidente; su marido –amparado en la marquesina, sigue farfullando por lo bajini-, el chaval va entrando en calor, yo creo que es el rubor el que le tiñe de rojo las mejillas. Llega el autobús y le invito a que entre el primero (la primera de la fila era yo, que conste) y ahí llegan empujando los abuelos, suben, y le dicen al conductor: “Hoy no se paga. –Era sólo hasta las 12.00, responde éste. – Pues no pagamos” y se van hacia el interior del bus. Desafiantes, con todo el derecho del mundo y la verdad por bandera.
El conductor no dice nada; el resto de pasajeros hace gala de la buena educación que les han enseñado en su casa y tampoco rechistan. Yo, por las dudas, me voy hasta el fondo del bus y me mimetizo con la tapicería de los asientos.
En fin.
LaAlquimista