Ha fallecido la amiga de una íntima amiga; me entero porque ella me lo cuenta y le siento triste y afectada porque apreciaba verdaderamente a esta mujer. De repente, en la calle, un ataque al corazón fulminante, con una edad en la que todavía pueden quedar algunos sueños por cumplir y muchos calendarios a los que pasar hoja. De golpe y porrazo y lejos anda mi ánimo de hacer chistes.
Pero yo la conocí también, de una cena en grupo, allá por las noches de la última Semana Grande y recuerdo su risa, sus ganas, su forma de hablar espontánea y franca, su simpatía y cómo se meneaba al son de la música con una copa en la mano. Es un estupendo recuerdo para una “amistad de una noche”.
En estos casos no valen frases manidas ni lugares comunes, siempre opto por el silencio, mis sentimientos no están en juego y puedo –sin quererlo- agredir al otro, al que sí siente la pena porque ha perdido a un ser querido, a un amigo.
Qué fácil es ver los toros desde la barrera, eso ya lo sé también, pero no puedo evitar reflexionar sobre ello. Cuando alguien se va de improviso, sin una agonía que justifique el deseo de un deceso rápido, no es cosa mala fijarse en cómo vivió esa persona, si fue feliz, si hizo feliz a alguien, si llenó su vida de sonrisas contagiosas, si celebraba cada nuevo día con alegría. Y como todo son suposiciones y no tengo una bola de cristal donde mirarlo –o un diario íntimo donde leerlo- en estos casos, siempre me quedo con la mejor opción posible.
Que esta mujer vivió una vida plena y feliz hasta el último momento, que no sintió sufrimiento alguno, ni más dolor que el de la sorpresa de sentirse mal y caer fulminada. Pienso también que, si pudiera, si pudiéramos, cuántos no nos apuntaríamos a una muerte sin aviso, sin dolor, sin angustia. Y que seguirá viviendo en el corazón de quienes la conocieron y compartieron con ella una parte de la vida.
Eso no se lo quita nadie. Buen viaje, Fina.
En fin.
LaAlquimista