Sí, ya sé que lo fino es tomar esta bebida de aperitivo con el calor del mediodía, pero a mí me gusta el vermú a la hora de escribir –por aquello de un empujoncito a la inspiración- cuando el sol empieza a despedirse en las montañas que conforman mi horizonte, según se mira a la derecha. Entreverados sus rayos por la frondosidad de los árboles que crecen frente a mi balcón ya puedo quitarme las gafas de sol y ponerme un jersey finito. ¿Con qué música me deleitaré en esta hora de la tarde que tanto me gusta? El frescor que sube del jardín y el vaso ancho con la bebida amarga; los jazmines empezarán a funcionar dentro de un par de horas.
Esta hora medio bruja gusto de pasarla en soledad, después del paseo por la orilla del mar, pisando espuma e impregnando mi ropa de salitre, dos kilómetros hacia la izquierda y otros dos de vuelta a casa (mañana haré el recorrido hacia la derecha) y antes de la cena que no me salto ningún día –sola o en compañía de otros, pero descaradamente mediterránea.
El alcohol del vermouth (me gusta más en su acepción anglosajona) cosquillea en la punta de mis dedos haciéndolos más ágiles para compensar la laxitud del pensamiento, esa puesta en cámara lenta que llega cada día con el anuncio del ocaso, hora especial para tantas cosas que no se pueden hacer más que con la magia única e improvisada del momento.
Momentos inventados, únicamente míos, íntimos y egoístas hoy, generosos y compartidos mañana (o cualquier día). Un tren pasa a lo lejos cada cuarenta y cinco minutos y el último coche cruzó por algún lado hace ya mucho rato; los aviones silenciosos trazan líneas locas en el cielo que se cambia de color sin atenerse a ninguna moda, tal y como le acomoda cada tarde a esta hora en que unos dejan de trabajar y otros comienzan mientras que yo, tranquilamente, me tomo un vermutito viendo pasar la vida. Nadie me necesita así que disfruto del momento en toda su plenitud.
Chin chin.
En fin.
LaAlquimista
Foto: C.Casado