El otro día me preguntaba no sé quién de dónde sacaba material e ideas para escribir cada día un post diferente, cómo se me ocurrían los temas y si no se me agotaba la imaginación y yo le contesté que sobre la marcha, que a todos nos pasan cosas por nimias que sean y que lo único que hay que hacer es sacarles punta y contarlas; sin más. –“Pero seguro que tendrás muchos artículos guardados, por si acaso”. Pues no, ni uno.
Y hoy estoy en blanco. He dormido con la pena de no haber sido capaz ayer de salir al concierto de Cassandra Wilson –mi cuerpo destemplado no soportaba la lluvia- y ahora miro la ciudad cubierta de grises, silenciosa todavía y tengo que tener cuidado de que mi ánimo no se pinte también de ese color. Un ánimo gris para quedarse en blanco. Verlo todo negro o de color de rosa; qué forma de utilizar la paleta de colores para identificar nuestros estados de ánimo…
Además, vuelve a ser domingo, mi día odiado por excelencia. No tengo nada que hacer; ni obligaciones ni compromisos, ni placeres ni deleites, tan sólo la vida cotidiana envuelta en la rutina de un día festivo por decreto ley que no es tal para mí puesto que todos mis días son víspera de fiesta y ya no diferencia mi mente los matices del calendario.
Mi familia duerme mientras yo escribo en silencio (no tienen la culpa de que yo necesite varias horas de sueño menos que ellas). Ayer compartimos una de mis películas favoritas, ocupando por primera vez en mucho tiempo las cuatro plazas del sofá delante de la pantalla, comiendo yogur batido con frutos secos y cereales. En algunos momentos dejaba de mirar a Irma y su perrito para mirarlas a ellas: mis hijas. Arrebujada la una contra mí y la otra junto a su amor sentía que el calor que nos envolvía a los cuatro era el regalo del momento perfecto. En la pantalla, los personajes de Billy Wilder nos recordaban lo que se puede hacer por amor; en la vida, es mucho más fácil y menos rocambolesco. (No hace falta disfrazarse de lord inglés para mantener el amor de una mujer.)
Después de los bostezos y los besos, me acosté con Beigbeder y su “El amor dura tres años”, una relectura que, si bien en su día me ayudó a ver las cosas claras, ahora me está deprimiendo por la desesperanza que emana. Quizás sea por eso que, esta mañana, cuando al filo de las seis mi mente le ha dado a mi cuerpo la orden de ponerse firmes, no se me ocurría nada interesante, ameno o divertido que plasmar en este post.
Así que he optado por contar la verdad: me he quedado en blanco.
En fin.
LaAlquimista