Soy una mujer seria, siempre lo he sido aunque de vez en cuando haga chistes sobre mi propia vida y los demás se rían conmigo. Rectifico: yo creía que era una mujer seria hasta hace un par de días. Cuarenta y ocho horas que me han servido para “despertar” los restos de la niña que habita en mí y dejarle su lugar en el mundo.
Un tratamiento intensivo –y agresivo incluso- en el que todas las emociones han podido salir a flote y manifestarse sin cortapisa alguna mediante la risa.
¿Disfrazarme con cuatro pingos, oculta tras mi nariz roja, y salir a un escenario a hacer la payasa…yoooo? Pues sí. Y cuanto más lo hacía más quería, como una cría que por fin domina la bicicleta y arranca a pedalear –titubeante primero, acelerada enseguida- sin importarle cuán lejos quede lo que queda atrás, mirando únicamente hacia delante y con la emoción de ser ella misma y poder serlo y que le animen a serlo.
A las mujeres no nos han permitido ser irreverentes; hay cosas que una niña no hace y punto; y esa falacia se nos mete dentro del cerebro como una garrapata encastrada en la piel del alma y con ella –y tantas otras de su calaña- hay que apechugar durante toda la existencia. O te das media vuelta, gruñes y esperas a recibir el palo que seguro viene derecho hacia ti.
Irreverente e iconoclasta he sido aun cuando no sabía qué significaba el concepto y últimamente he dejado fluir mis emociones a través de la palabra escrita desde detrás de este blog. En la vida real como la vida misma, mi palabra se lo piensa dos veces antes de recorrer el camino que va desde el corazón hasta las cuerdas vocales y muchas veces se ha quedado en el camino, medio dubitativa, y ha preferido dar el rodeo que la llevaba hasta el tamiz del cerebro para no salir a la luz de forma inconveniente. Esa estupidez que se dice ahora de lo “políticamente correcto” y que no es más que la santa inquisición de la hipocresía institucionalizada.
Pero yo ya tengo mi nariz de clown y detrás de ella puedo sacar a relucir todas mis emociones sin importarme un ápice lo que piensen los demás, porque detrás de ese pequeño (e inmenso) escudo rojo queda el miedo a no ser lo suficientemente buena, lo suficientemente guapa, lo suficientemente correcta.
La payasa que habita en mí ha podido por fin asomar la nariz al mundo y reirme de lo que siempre han querido que fuera, de lo que yo les he hecho creer que era y después del desgarrón inicial lleno de angustia y lágrimas, ha querido ex – presarse (dejar de estar presa) con el corazón y un poco de buena razón.
Quizás sea ahora el momento de dar todos los abrazos que tenía encarcelados en mi interior, la hora precisa de apartar las palabras y dejar hablar a la mirada, la oportunidad mágica de dejarme fluir desnuda, sin más ropaje que mi preciosa nariz roja. Porque la vida está ahí y nos quedamos sin entrar, como si hubiéramos llegado tarde al reparto de las invitaciones, como si hubiera un cartel de “derecho de admisión” que nos excluye, como si la vida, en definitiva, no nos perteneciera también a todas nosotras y a nosotros.
Descubrir la payasa que habita en mí ha sido una experiencia absolutamente enriquecedora, pero sobre todo porque ha sido compartida con un grupo de gente que, como yo, andaba a la búsqueda y captura del pequeño trozo de felicidad que reside en nuestro propio interior.
Por fin.
*** Gracias de corazón a Virginia Imaz que ha ayudado a que fuera posible.
LaAlquimista