De nutrición sé más bien poco –como de casi todo- pero desde hace ya muchos años procuro ser lo más fiel posible a la dieta mediterránea; esa que habla de las excelencias del aceite de oliva, los tomates y las aceitunas negras; el pescado a la plancha y el vino blanco seco; los pepinos, el queso y un buen café, alimentos todos ellos al alcance de mi mano y bolsillo sin mayor preocupación. Y según el axioma de que “somos lo que comemos” yo debería ser –más o menos- el paradigma de la mujer adulta, sana y fuerte.
Pero no. A pesar de que soy clienta “vip” de la pescadería del barrio y de que “mi cashera de toda la vida” me cuida como si fuera su hija adoptiva, a pesar de que en mi cocina entran pocos triglicéridos sólidos, mi cuerpo se escapa de la lógica cartesiana/mediterránea.
No somos únicamente lo que comemos, somos también lo que nos echan encima, las malas energías de quienes van expeliendo negativismo por todos sus poros y, como garrapatas virulentas, se nos incrusta a través de la piel. Somos la mala leche de los demás, sus malos rollos, su toxicidad, porque no hay impermeable aislante que pueda resistir la fuerza del lado oscuro.
Las emociones “sociales”, -la envidia, el pudor, la vergüenza, el rencor- unidas a esas otras que nacen con el ser humano –el miedo, la rabia, la tristeza, la alegría- son un condimento demasiado importante –por lo cotidiano e intenso- que incide contundentemente en nuestra salud.
Brotes tiernos de escarola con frutos secos rabiando por dentro sientan como un tiro; el revuelto de hongos aderezado con rencor es imposible de digerir; y ya no digo nada de un besugo de anzuelo masticado entre lágrimas tristes: corte de digestión asegurado.
Dicen que somos lo que comemos, pero a mí me parece que esa es una falacia de los que me quieren vender una dieta mágica para estar esbelta a los cincuenta igual que a los veinticinco, porque los millones de seres humanos que siguen la dieta monotemática de arroz y maíz no tienen aspecto de ser mucho más desgraciados que nosotros, porque ellos no son lo que comen, sino que son lo que son. Y su bienestar proviene no únicamente de lo que ingieren sino de una bondad sin malicia que les hace valorar la vida de otra manera mucho más sencilla y limpia; vamos, de una forma “mediterránea”.
Qué cosas se me ocurren…
En fin.
LaAlquimista