Dicen que el mundo cansa; con su trepidante ritmo de prisas y ruidos, se empalma un día con otro sin diferenciarlos más que por el olor del arroz del domingo. Se fatiga uno con el bullicio incesante de la gente entrando y saliendo de las fauces del metro, con el sube y baja absurdo del ascensor a todas horas y la sordina del televisor propio y ajeno. Entonces, no queda otra que alejarse del mundanal ruido –que nosotros también colaboramos a crear- para recobrar ese mínimo de paz espiritual sin el que seguiríamos siendo primates civilizados o humanos asilvestrados.
Lo peor es cuando uno tiene que descansar de uno mismo, abstraerse del murmullo incesante de las neuronas desechando opciones, emitiendo juicios estúpidos u opiniones sesudas. El ruido que atraviesa por el eje, de punta a punta de la conciencia, se confunde con el latir del corazón y los crujidos de las tripas; difícil dilucidar un mínimo atisbo de paz.
Todos deberíamos reservar unos cuantos días al año para descansar de uno mismo, huyendo del cansancio que produce querer hacerlo todo bien y, en demasiadas ocasiones, no acertar más que a titubear antes de subir al pedestal de turno -al que hemos jurado no volvernos a encaramar desde la última vez que nos caimos con todo el equipo.
Así que, como yo no soy de las de “consejos vendo y para mí no tengo”, cierro puertas y ventanas, dejo las plantas con agua para dos semanas y me como todos los yogures del frigorífico antes de recorrer quinientos kilómetros -con lo puesto y poco más- hasta donde nadie me conoce por mi nombre. Ni siquiera abro un libro –aunque los haya traído ineludiblemente; ni enciendo el móvil ni activo la conexión a Internet. Y tampoco hablo con nadie, es también una cura de silencio; ni siquiera con Elur que me sigue dócilmente y me mira con cara triste cuando cierro la puerta a mis espaldas porque la normativa municipal le prohíbe bajar a la arena y bañarse en el mar conmigo.
Cinco días es mi tope; después comienza la comezón de la sociabilidad y asomo la patita a ver si alguien en el mundo se ha acordado de que existo.
Todavía funciona, pero puede que llegue un día en que el buzón de voz esté mudo y la bandeja de correo electrónico vacía… y, simplemente, me importará un ardite. O para eso creo que me voy preparando, porque habré aprendido a ser feliz conmigo misma sin necesitar a nadie…
Pero todavía falta para eso, no soy muy buena alumna en la asignatura de la soledad.
En fin.
LaAlquimista
Foto: C.Casado