Aprendí a cocinar hace unos diez años; hasta entonces y por razones concretas –tales como que en mi casa no me enseñaron y que después me sumergí en el mundo laboral- sentía que dedicar tiempo a la confección de la comida, placer efímero y autofagocitante donde los haya, era tiempo perdido. Pero un día me enamoré como una loca y quise amar con todos los sentidos y, quizás porque él me regalara “Afrodita” de Isabel Allende, quise incorporar al festín del amor el placer del gusto por la comida.
Enseguida descubrí que, como en el amor, tenía una facilidad innata para el asunto, que estaba dotada de una lógica sencilla y efectiva para la conjunción de alimentos que existían para yacer unos junto a otros en el fondo de mi “cazuela afectiva”. Al cabo del tiempo preciso él se fue, pero yo seguí cocinando (y amando, obviamente).
Tampoco creí necesario proveerme de libros e instrucciones ajenas y complicadas, sentía que mi gusto por la comida, mis preferencias naturales iban marcando el camino de los platos que mejor se rendirían a mis pies. Así que empecé con lo que más me gustaba: los pescados.
Sacarle el punto a unas kokotxas no es tema baladí; ni mucho menos ligar un pil-pil al borde del orgasmo. Ya no te digo nada de manejar el horno para que un cogote esté en su punto. Como en el amor, la cocina precisa de entrega desinteresada, no se puede una meter entre fogones pensando que la emoción y anhelo de unas horas va a verse reducida a unos cuantos cumplidos retóricos después de una ingesta superficial. Hay que echar cohetes cuando el plato está bordado…
Hablando del amor y figuraciones mías, se me ha ido el santo al cielo… Ah, sí, la sopa de pescado. Pues eso. Que el otro día me di cuenta de que mi sopa favorita, la de pescado, no sabía cocinarla, así que hice acopio de ingredientes (según una receta sacada de Internet al buen tuntún, de la abuela de Bruno Oteiza –gracias amona-) y me puse a ello. La hice para mí y para mi hija, sin pensar en un hombre y su estómago/corazón; la hice con todo el buen humor, cariño, entrega y fervor de que soy capaz y, como en el dormitorio, aunque fuera la primera vez, los afanes de la cocina dieron un honrosísimo resultado. Vamos, que estaba riquísima. (Aunque todo es mejorable…)
Al día siguiente, al abrir el frigorífico, la sopa sobrante nos saludó con un aroma conocido; y, como en el amor de nuevo, al degustarla por segunda vez, nos supo mucho más sabrosa que el día anterior. Todo es cuestión de ponerle cariño al asunto ¿no?
En fin.
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LaAlquimista