
Es domingo de Carnaval y la multitud invade las avenidas cerradas al tráfico y pobladas de ciclistas felices bajo un sol inclemente. Unos bailan, otros cantan y todos comen y beben continuamente abasteciéndose de los mil y un puestecillos que pueblan las calles. La barahúnda es total y absoluta y nos mezclamos con ella sintiéndonos aceptados. ¿Turistas? Poquísimos hasta que llegamos a la inmensa plaza del Zócalo donde es reunión inevitable de los extranjeros de short y zapatillas. Jugamos a cruzar la calle jugándonos la vida porque la preferencia la tiene siempre el coche; sí, he dicho bien. El peatón es un mal necesario que pulula por las calles molestando a los conductores de vehículos… como hormigas en la senda de los elefantes. Te armas de sonrisas y piensas: “pues ya pararán, si quieren” y la experiencia comienza.


