Cuando mis hijas empezaron a volar con sus propias alas sentí que me cuestionaba eso de tener raíces en cualquier sitio. Toda la vida apegada a esta ciudad, “porque aquí lo tengo todo” y, un buen día, se le da la vuelta al plato y lo que en él había, – trabajo, familia, pareja, amistades – se desparrama encima de la mesa como un rompecabezas de muchas piezas que hay que volver a poner en su sitio.

Pero eso no siempre es lo mejor, ni siquiera es posible o conveniente, un buen día te despiertas (de madrugada) sintiendo que tanto da estar aquí o allí, que lo que importa eres tú misma y no el decorado ni el resto de los actores. Solamente tú.

Viéndolas a ellas –a mis hijas- felices lejos de la tierra que les vio nacer –menuda frase rimbombante y vacía de contenido- me replanteo qué es lo que realmente me ata a un centímetro cuadrado específico del mapa. La respuesta, en este momento, es NADA. Nada me ata ni con cadenas de hierro (un trabajo) ni entre barrotes de oro (una relación afectiva). Ni obligaciones, ni compromisos, nadie me necesita ahora específicamente; ni siquiera mi perro que estaría bien dispuesto a cambiar de ama (como cambió hace seis meses) con tal de que se le siga dando de comer y tratándole con cariño.

Así que doy el primer paso, a mis cincuenta y ocho años, alejándome de mi entorno habitual, cambiando de ciudad, de país –y ya puestos- hasta de continente. Una prueba de un mes, pero una prueba al fin y al cabo. Después, cuando compruebe que puedo ser igual de feliz aquí o allá, cuando me dé cuenta de que nutre tanto el pescado del Cantábrico como el de cualquier otro mar, cuando constate que también ahí afuera hay buen vino y mejores personas, cuando sea un hecho consumado que puedo seguir siendo feliz tan sólo conmigo misma y el amor que proyecto en mis seres queridos… después, ya estará dado el primer paso hacia algo parecido a la libertad.

 Que también puedo reflexionar en Mexico.

 En fin.

 LaAlquimista

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