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Cecilia Casado

A partir de los 50

Una reflexión por poco dinero.

 

La hora del atardecer me produce la misma melancolía en cualquier parte del mundo y aquí, en Ciudad de México, me asalta con la misma confianza que si estuviéramos en casa, esté donde esté esa “casa”. Así que un paseíto por el barrio, bajo los árboles vistiéndose ya de una primavera rotunda, conduce nuestros pasos a una de las múltiples terracitas que siembran las aceras para deleite y acomodo de quienes se lo puedan permitir. Porque, obviamente, tomarse una copa de Rioja o una Corona viendo pasar a la gente, cuesta aquí lo mismo o incluso más –en el caso del vino- que en Donostia. (Y tampoco te sacan nada para picar…)

La noche huele bien y la contaminación secular de esta gran ciudad se nota más en lo profundo que en lo externo. Pero no es de esto de lo que quiero hablar.

Hay mucho músico callejero en el D.F., y, como en todas partes, algunos son un deleite para los oídos mientras que a la mayoría se les da dinero para que se vayan con la música a otra parte. Vendedores ambulantes, en goteo continuo. Ora cigarrillos de uno en uno, ora chicles, chucherías, cacahuates (como les dicen aquí), casi todo ello ofrecido por tiernos infantes que deberían estar en su casa cenando mientras ven los dibujos animados.

Hablamos de UNICEF y de los niños de la calle que abundan en este país –y en tantos otros- y cuando estamos a punto de ponernos teóricamente trascendentes mientras seguimos con nuestras libaciones aparece la estrella de la noche. Un niño de unos seis o siete años, cargado con dos grandes cestos en los que lleva flores secas (made in China) ensartadas en macetas de plástico en un equilibrio casi imposible desproporcionado a su tamaño y fuerza.

Se detiene junto a nuestra mesa, deposita la mercancía en el suelo y, sin solución de continuidad, con una sonrisa desdentadamente preciosa, se abraza al cuello de mi hija, llamándole guapa y lindezas por el estilo. Está claro que es su sistema para ganarse los pesos que pide por el género horripilante que intenta vender, está claro que hace esto porque somos “güeros” y le vamos a dar dinero con más facilidad que los habituales del barrio. Pero aún estando claro el histrionismo infantil de la criatura, no podemos dejar de ponernos a hablar con él. Le preguntamos por su madre y nos indica al final de la calle, donde una mujer carga con el stock de la semana de las mismas flores de material indefinido. Le preguntamos si va a la escuela y nos dice que sí, y empieza a desplegar sus encantos que sabe tiene en abundancia.

Es un niño guapo y simpático, lenguaraz en extremo para los diez años que confiesa tener y que no le creemos porque todavía tiene dientes de leche, es un niño que ayuda a su mamá en vez de estar jugando delante de su casa –donde quiera que esté ésta- con una pelota y sus amigos mientras llega la hora de dormir. Nos “vende la moto” con un desparpajo que nos hace estallar en carcajadas, a nosotros, los extranjeros que compremos su mercancía por pena o compasión o solidaridad y él lo sabe y lo explota.

Le pedimos que llame a su mamá y así lo hace, diligente. La buena mujer no entiende qué queremos de ella y yo, la verdad, tampoco. Pero vamos entendiendo, al hilo de lo que nos cuenta, que su única salida es revender por las calles lo que compran, vaya usted a saber dónde, para poder embolsarse el margen comercial de la cosa. Y como piden 25 pesos (menos de 2€) por el ramo floral, no nos salen las cuentas de cuánto tienen que vender al día para obtener el beneficio requerido.

Nos habla de los hijos que tiene, del marido que tiene, del trabajo que tiene; que se acuestan muy tarde y se levantan muy temprano para que los niños vayan a la escuela… y es entonces cuando Gustavo, que así se llama el infante, abre los ojos y lanza sus manitas sobre el Iphone que saca mi hija.

-¿Eres de Orizaba? Pues vamos a ver qué tiempo hace en tu ciudad…

Y pensando que se va a quedar extasiado, el niño comienza a pasar los dedos hábilmente sobre la pantalla táctil del aparatejo, como un experto en el tema (cosa que yo todavía soy incapaz de hacer).

–A ver, ¿qué pone aquí? O R I Z A B A, ¿no?

 Pero Gustavo ni siquiera reconoce las letras. Gustavo ni siquiera tiene la edad que dice tener, sino unos cuantos años menos, seis, siete a lo sumo. Ni va a la escuela, ni nada de nada. Su madre nos mira como pensando en qué lío se va a meter y entonces nos dice que nos regala el “florero” más grande que lleva porque “ya lo han hecho”, es decir, que está amortizado. Digamos que se deshacen de la mercancía para no tener que arrastrar el peso excesivo en la vuelta –cuando sea que vuelvan- a su casa, lo que sea que tengan, por casa.

Nos sacamos fotos. Gustavo agarra la cámara –la mía- y nos fotografía. Se siente contento porque está jugando. Ríe mientras trastea con el Iphone y con mi cámara. Se sienta en las rodillas de mi hija y la besa y acaricia. Es un niño. Nada más.

Su madre lo llama y él, obediente, recoge sus aperos, nos pide unos pesos y se va sin decir adiós.

La noche cae de repente y, en silencio, también nosotros volvemos a nuestra rutina de todas las noches. Las palabras nos sobran.

En fin.

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LaAlquimista

Por si alguien desea contactar:

Laalquimista99@hotmail.com

Temas

Filosofía de Vida y Reflexiones. Lo que muchos pensamos dicho en voz alta

Sobre el autor

Hay vida después de los 50, doy fe. Incluso hay VIDA con mayúsculas. Aún queda tiempo para desaprender viejas lecciones y aprender otras nuevas; cambiar de piel o reinventarse, dejarse consumir y RENACER. Que cada cual elija su opción. Hablar de los problemas cotidianos sin tabú alguno es la enseña de este blog; con la colaboración de todos seguiremos creciendo.


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