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Cecilia Casado

A partir de los 50

No me adapto a los extremos

 

 A cualquiera que le cuentes que he cambiado, aunque temporalmente, una pequeña ciudad de poco más de doscientos mil habitantes, ubicada entre montes limpios a la orilla del mar, por otra de casi veintidós millones, pensará que me he vuelto loca. O casi. Los motivos de mi estadía mexicana los dejé bien claros: compartir con mi hija unas semanas de nuestra vida allá donde ella estuviera, ya que su cuerpo y su mochila vital residen actualmente en la Ciudad de México. Si se hubiera ido a Laponia, en Laponia estaría yo…

 Protegida por el cariño y su conocimiento de la ciudad, he podido desenvolverme a su vera fácilmente, sin grandes problemas de logística y aconsejada convenientemente en todo momento. Hemos viajado un poco por el país –Puebla, Veracruz y sus playas, y todo Chiapas con sus montañas- y por los alrededores del D.F.-Popocatépetl, Teotihuacan y los barrios/pueblos de Xochimilco y Coyoacán.

 Como siento debilidad por los museos no he dejado escapar los más importantes a mi juicio: el de Antropología, Dolores Olmedo, Casa Azul de Frida Khalo, Diego Rivera Anahuacalli, Soumaya, Franz Mayer, Bellas Artes, San Ildefonso, Arte Moderno, Museo Nacional, Palacio de la Mineria y Colección Banamex. Sin contar los museos “menores” de exposiciones temporales diversas, casas culturales especiales, como la casa Lamm y un etcétera que conforma una especie de nebulosa cultural que deberé dejar reposar cuando vuelva a mi pequeña ciudad.

 Pero el problema que estoy acusando de una manera que me está afectando grandemente es el hecho de tener que dedicar cada día como mínimo dos o tres horas a los desplazamientos para realizar las visitas previstas. No hay la más mínima posibilidad de ir “paseando” a ningún sitio. Y eso teniendo en cuenta de que “mi casa” mexicana se ubica en un barrio no periférico, en una colonia céntrica y bien comunicada, pero las distancias son tan bestiales que o vas en metro o en taxi y que Dios te coja confesada si pillas una hora punta –que viene a ser desde las ocho de la mañana hasta las ocho de la noche.

Acostumbrada a ir caminando a todas partes en mi donostiarra ciudad de origen, el esfuerzo adaptativo es descomunal y, a veces, agotador. No me gusta el Metro. Ni el de aquí ni el de ninguna parte y he evitado cuidadosamente sumergirme en las entrañas de la tierra por pura precaución elemental, máxime cuando me avisan de que hay vagones “sólo para mujeres” con “todo” lo que eso significa… Las líneas de autobuses y el MetroBus son más asequibles para mi mentalidad provinciana: por lo menos ves la luz del sol y evitas la sensación de sardina en lata –o gusanos en lata habría que decir por lo de estar bajo tierra,- pero lo que más echo en falta es lo de ir caminando o dando un paseo a cualquier parte que no sea dentro de los confines del barrio; misión imposible le llamo a eso.

Así que estoy comenzando a agobiarme. Despertarme por la mañana, con la primera luz del día, sabiendo que me tengo que incorporar, mal que bien, al tráfago horrible de millones de personas y miles de vehículos en un incesante caos organizado, ya me pone de un humor extraño. Evidentemente, soy racional y acepto la situación. Estoy aquí porque quiero estar y he pegado un salto desde mi pequeño charco provinciano al océano inmenso, pero no me gustan los extremos, siempre me han hecho sentir incómoda.

Ayer, sin ir más lejos, quise visitar en el barrio sureño de Coyoacán, el museo Diego Rivera Anahuacalli. Pues tardé casi dos horas en llegar en autobús gracias a los atascos habituales. Una vez en Coyoacán tuve que agarrar un taxi que tardó otro cuarto de hora en llevarme al museo. La visita guiada duró una hora, remanso de paz, de piedra iluminada, silencio añejo y lleno de hermosura. El recuerdo de la fascinación de Rivera por casi todo lo que representaba belleza, su taller de trabajo, el entorno increíble.

 Tuve que tomar otro taxi para volver a Coyoacán para comer y de allí otro más para regresar al centro del D.F. En total, pasé CINCO horas del día en un medio de transporte y regresé a casa absolutamente descompuesta. Eso sin contar el dinero que tuve que pagar por tamaño periplo urbano… Habría podido ir desde Donosti a Burgos a pasar el día y volver…pero tan sólo estuve dentro del D.F., cambiando de barrio.

Si tuviera que vivir aquí acabaría adaptándome como hacemos todos los humanos para sobrevivir; pero ocurre que yo ya estoy “adaptada” a otro entorno donde puedo ir caminando desde mi casa a la playa, desde mi casa al monte, desde mi casa a…cualquier parte. Y aquí, caminar, dar un paseo es una actividad que parece no tener sentido alguno. Si por lo menos hubiera en la ciudad un río para soñar a su vera…

En fin.

LaAlquimista

Por si alguien desea contactar:

 Laalquimista99@hotmail.com

Foto: Cecilia Casado

 

Temas

Filosofía de Vida y Reflexiones. Lo que muchos pensamos dicho en voz alta

Sobre el autor

Hay vida después de los 50, doy fe. Incluso hay VIDA con mayúsculas. Aún queda tiempo para desaprender viejas lecciones y aprender otras nuevas; cambiar de piel o reinventarse, dejarse consumir y RENACER. Que cada cual elija su opción. Hablar de los problemas cotidianos sin tabú alguno es la enseña de este blog; con la colaboración de todos seguiremos creciendo.


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