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Cecilia Casado

A partir de los 50

El mundo es un pañuelo

 

Tiene narices que te vayas a diez mil kilómetros de tu casa y que te tropieces con un donostiarra en la sala de armas de un castillo desierto un lunes por la mañana cuando todo el mundo está trabajando. La anécdota no lo sería si no fuera porque, no conociéndonos de nada, y por su reacción (mitad molesta, mitad asustada) al preguntarle si podía sacarnos una foto, justo al hablarnos ya nos “reconocimos” como habitantes de un mismo txoko.

También tiene su cosa que yendo a alquilar por Internet una casita para vacaciones en el extranjero, haya que ir a parar justamente a un lugar donde los dueños –aun siendo franceses- tienen amigos en el País Vasco y más concretamente en Guipúzcoa y afinando en Donostia y rizando el rizo… ¡son precisamente mis vecinos!.

Hace aproximadamente un año, caminaba yo con mis bastones y mis botas, por los alrededores de un lago en la Aquitania profunda, cuando pasó renqueando un Renault-4 (el “cuatro latas” del siglo pasado) conducido por un “paysan”. Al cabo de un par de kilómetros, encontré el auto varado al lado del camino y a un anciano –porque tenía los ochenta cumplidos- circunspecto y con cara de aceptar la fatalidad de una avería aparentemente irreparable. Acoplamos los pasos –el suyo más vivo que el mío, todo hay que decirlo- y durante media hora charlamos de lo divino y de lo humano en dirección al pueblo cercano. Por supuesto que yo le había ofrecido mi teléfono móvil para llamar a una grúa, pero él lo rechazó (era bretón) diciendo: “¿Para qué voy a llamar, si estoy aquí al lado?” así que pegué la hebra mientras intentaba ajustar mi paso al suyo.

Me contó que era viudo –y su mujer un ángel que le había dado ocho hijos- uno de los cuales vivía en España porque se había enamorado de una mujer catalana cuando había ido de vacaciones al Mediterráneo y habían puesto un bar en un pueblecito de la costa y tenía dificultades para pronunciar el nombre del pueblo en cuestión que, ¡cómo no!, reconocí enseguida como el lugar de “mi otro mar” donde tantos sueños voy sembrando desde hace veinte años. Al decirle que conocía el sitio, el bar y hasta probablemente a su hijo y su nuera no hizo ningún gesto extraño ni sorprendido, sino que me miró y dijo: “Voyez, le monde est un village!”.

Y es que “el mundo es un pañuelo” –en francés, “el mundo es un pueblo”- es la frase que usamos cuando tenemos un encuentro casual que nos parece fortuito y sin trascendencia alguna, que tan sólo nos sorprende y nos hace sonreir durante un rato. Pero también puede ocurrir que todo esté interrelacionado y no lo descubramos si no nos tomamos el tiempo necesario para hablar con los demás… ¿Cuántas personas afines en lo externo o en lo profundo cruzarán su camino en silencio y, consecuentemente, sin “encontrarse”?

Cuando alguien pregunta: “¿No voy a encontrar a mi alma gemela jamás?”, a mí se me ocurre pensar que, si no hablamos con los desconocidos, si no abrimos la puerta un poco a los demás, si vamos por nuestro camino en solitario –con una soledad orgullosa y un poco arrogante- ¡cuántas oportunidades nos estamos perdiendo!.

Seguro que hay muchísimas anécdotas por contar…

En fin.

LaAlquimista

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Temas

Filosofía de Vida y Reflexiones. Lo que muchos pensamos dicho en voz alta

Sobre el autor

Hay vida después de los 50, doy fe. Incluso hay VIDA con mayúsculas. Aún queda tiempo para desaprender viejas lecciones y aprender otras nuevas; cambiar de piel o reinventarse, dejarse consumir y RENACER. Que cada cual elija su opción. Hablar de los problemas cotidianos sin tabú alguno es la enseña de este blog; con la colaboración de todos seguiremos creciendo.


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