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Cecilia Casado

A partir de los 50

“Carnet de Voyage” Sevilla (I) La Giralda

Los turistas que llegan a Sevilla por vez primera están aleccionados para ir corriendo a ver la Giralda y sacarse una foto con la Catedral al fondo; es esto tan habitual como llegarse a la Torre Eiffel o al Big Ben, pero en esta tierra de luz y calor diferentes bien vale la pena demorarse el tiempo suficiente para ir caminando por sus calles, siempre por la sombra, dejando que los pasos nos lleven sin prisa obligatoria a la “joya” de la ciudad.

Esas calles que tienden de azotea a azotea sus lienzos blancos haciendo de toldos protectores del hormiguero que bulle bajo su blanquecina luz. Mirar al cielo y no verlo porque la calle queda recoleta -Sierpes, Tetuán- imaginando que el tiempo queda detenido a la altura de La Campana y que los pasteles que adornan las vitrinas se siguen haciendo igual que en 1885. Es ahora una tienda de abanicos y abalorios, o mantones de Manila y trajes de “sevillana” o una farmacia en la esquina con su mostrador de madera las que llaman la atención, no solamente visual, sino olfativa; desde una callecita llega el reclamo de los “adobos”, de Blanco Cerrillo, pavía, pescada, boquerón frito, en cuatro mesitas desperdigadas alrededor del bar del siglo pasado.

Y salir a la Avenida de la Constitución, pisar las vías del moderno tranvía y elevar los ojos a los edificios que nos llevarán hasta la plaza de la Catedral, uno tras otro, a cada cual más bello; sus ventanas, templetes, arcos y balcones asomándose al recuerdo de otra arquitectura, otra civilización. La luz comienza a hacerle guiños a la tarde y unos rosas se perfilan sobre las fachadas y enceguecen momentáneamente objetivos de cámara y ojos contempladores.

Hay que llegar a la Giralda paseando para poder detenerse a descansar a su alrededor; una cañita en cualquiera de sus pequeñas tabernas en cuesta, en los aledaños del Barrio de Santa Cruz, que lanza sus cantos de sirena flamenca invitando a perderse entre sus callejuelas mil veces plasmadas en postales. Esos patios con profusión de geranios y tiestos multicolores, el agua corriendo entre las rejas y un gato al fondo de la foto que quiere ser real, atravesar la verja y sentarse cerca de donde mana el agua de la anochecida y jugar con ella, mojándose de silencio e inventando un hermoso cuento para susurrarlo cuando no quede más que el recuerdo.

Es un día entre semana de la última semana del verano; los turistas que pasean son tranquilos, nada atareados con chavalería revoltosa ni juventud llena de bullicio. Son los viajeros del otoño, por edad y elección de viajar fuera de temporada, los que ayudan a que este hermoso barrio, andaluz y pinturero, quebrado de cantos y amante del silencio, pueda aprehenderse casi como si fuera algo tangible y guardado en el cofre de las vivencias indelebles.

Las calesas tiradas por caballos que trabajan sin convenio esperan indolentes -al igual que sus palafreneros- el gesto interesado en conocer el precio de la “tournèe” de 50 minutos: 50€. A un euro el minuto de trotecillo lento por el recorrido que mejor realizar a pie, demorándose en la contemplación de la belleza que asalta al paseante en cualquier esquina. Sevilla es una ciudad del tamaño perfecto para disfrutarla deslizándose por ella indolentemente y con preferencia en horas en las que el sol esté ya un poco cansado.

Y cuando es el viajero el que pide cuartelillo, al alcance de la mano ha de encontrar la terracita bien atendida, la cerveza bien tirada, un platillo de gambas o un poco de jamón. Las fritangas típicas se pelean con el estómago no habituado más allá de la primera sesión, mejor dejárselas a los autóctonos que las digieren sin descomponer el gesto estoico.

Sevilla se levanta tarde, pero se acuesta pronto por hacerle el gusto al turismo. A las 7 de la tarde ya cierran los Reales Alcázares y la Torre del Oro; entonces comienza un trajín contrapuesto entre los que ya quieren cenar y los que salen a buscar un poco de tapeo previo a la cena; ambos pagan en euros, pero los primeros se acuestan cuando a los segundos se les inaugura la noche.

La ventaja de hablar el mismo idioma…

Mientras tanto, a novecientos kilómetros, otra ciudad mágica y también hermosa despierta a glamour de festivales, ruido de autógrafos y sonrisas de celuloide. Mi otoño empieza aquí, en una calle silenciosa cerca del Guadalquivir, mirando la luz que perfila el patio sin añoranza alguna. Porque mi vida y mi mundo viaja conmigo y estoy aprendiendo a no vestirme de nostalgias sino de presente…

 

En fin.

 

LaAlquimista

 

Por si alguien desea contactar:

laalquimista99@hotmail.com

 

Fotos: C.Casado

Temas

Filosofía de Vida y Reflexiones. Lo que muchos pensamos dicho en voz alta

Sobre el autor

Hay vida después de los 50, doy fe. Incluso hay VIDA con mayúsculas. Aún queda tiempo para desaprender viejas lecciones y aprender otras nuevas; cambiar de piel o reinventarse, dejarse consumir y RENACER. Que cada cual elija su opción. Hablar de los problemas cotidianos sin tabú alguno es la enseña de este blog; con la colaboración de todos seguiremos creciendo.


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