Si es que nunca voy a aprender, por más que me diga a mí misma… -“eh, oye, acuérdate, que por aquí hay barro y te vas a pringar o peor aún, te aguarda un buen batacazo”-, no hay nada que hacer, tengo por ahí adentro un impulso incontrolable de esos que salen desde lo más hondo, indominable, vamos, que me empuja irremediablemente a ciertas meteduras de pata de las de antología. Y no me importa contarlo.
Resulta que conocí a un tipo estupendo, vamos, que no sé si sería estupendo objetivamente, pero desde luego me gustó muchísimo. Y yo a él, no hacía falta disimular. Estuvimos juntos un tiempo –no sé si mucho o poco pero sí el suficiente como para que calara en mis entretelas afectivas.
Pero…,(siempre hay un pero, maldita sea) el buen hombre –“bueno” en el sentido bueno de la palabra- empezó a tener problemas colaterales; quiero decir que las cosas no le iban muy bien. Vamos, en realidad, casi todo le iba de pena excepto la relación conmigo y ya se sabe que los humanos tenemos la peculiaridad de negarnos a ser felices, que siempre le andamos buscando pegas a la cosa y, al final, como no puede ser de otra manera, acabamos revolcándonos en la pura miseria.
El caso es que me dijo que… “necesitaba su espacio”. ¡Maldita sea la frasecita de marras! Porque eso quiere decir que… ¿qué? Descartado que fuera algo personal para conmigo –que ya me aclaró que no, que el problema lo tenía consigo mismo no con la Cecilia de melena larga-, descartada también la suposición de que había otra mujer con el verbo más largo y la falda más corta (que Sabina no inventó la frase) y, sobre todo, eligiendo el muchacho cuidadosamente sus palabras para no herirme con ellas, acabó dictando sentencia (de cadena perpetua) y me espetó: “ Ya te llamaré ”.
Esa es una losa que nos cae a los enamorados, seamos hombres o mujeres, el vernos petrificados junto al teléfono –por lo menos ahora lo llevas encima y puedes salir de casa, no como antes que te fundías con el sofá- y que se nos desboque la taquicardia cada vez que suena el aparatejo de marras. Portador de malas noticias, mensajero de la indiferencia, lleva siempre el teléfono móvil la carga de la decepción cuando se espera el cumplimiento de esa promesa vana del “ya te llamaré”.
El caso es que, haciendo caso omiso de mi inveterada y extensa paciencia, que supongo que con los años, como tantas otras cosas de la personalidad, van deteriorándose o simplemente perdiendo fuste, hice lo que pone en todos los manuales de amor que no hay que hacer: le llamé yo.
¡Ay… cuánto duele poner el dedo en el quicio de la puerta y apretar! ¿Quién me obligó a hacerlo?
Le dije que tenía muchas ganas de volverle a ver y, sobre todo, de repetir los momentos estelares de nuestra película (de serie “B”, pero en la que éramos los protagonistas indiscutibles); le dije también que había estado aguantando durante mucho tiempo sin agarrar el teléfono, pero que la carne es débil y, todo ello en mi mejor clave de humor inglés para que no se sintiera como lo que se tenía que sentir: un capullo que no sabe poner fin a una relación como está mandado sin dejar flecos sueltos para que yo me tropiece con ellos.
Pues nada, me dijo que eso, que nada, que andaba “tonto”, o si no, “muy liado” y a ratos, “sin ganas de nada” y sobre todo, “decepcionado de la vida”. Eso cuando no, “se sentía fatal”, alternando con los días en los que, “le daba rabia seguir vivo” para llegar al fin de semana, “cansado y sin más deseo que quedarse en casa solo”. ¡Ah! Y que perdonase por no haberme vuelto a llamar como prometió.
Afortunadamente la llamada no fue a través de video-conferencia porque me habría lastimado mucho que hubiese visto la cara de imbécil que se me iba poniendo conforme le iba escuchando.
Al final –y como no podía ser de otra manera- entre elegir mandarle al cuerno o hacerme la mártir, le dije que las cosas no se hacían así entre personas adultas. Tuvo un minuto de titubeo y me dijo que “si yo quería” podíamos quedar, volver a vernos y entonces… me enfadé de verdad conmigo misma. Le di las gracias por su deferencia y, lo más educadamente posible, terminé la conversación.
Está claro que todavía me dura el disgusto conmigo misma…si no, no estaría escribiendo este estúpido post.
En fin.
LaAlquimista
* Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. O no… pero dedicado a “alfa-omega” que seguro que no me estará leyendo.
Por si alguien desea contactar: