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Cecilia Casado

A partir de los 50

Prueba de resistencia: treinta años de matrimonio

 Si no me hubiera divorciado la primera vez que me casé -mediados los setenta- ahora estaría a punto de celebrar mi trigésimo séptimo año de unión sacramental. Era una época en que nos casábamos jóvenes, teníamos el trabajo asegurado al acabar los estudios y en las familias que podían permitírselo había la sanísima costumbre de echar una mano a las nuevas parejas para la “entrada” de un piso, así que lo de casarse era una “salida” bastante al uso para poder huir de las apreturas mentales del hogar y hacer la vida propia. En cualquier caso, a pesar de los tiempos de grandes cambios sociales en cuanto a libertades que nos tocó vivir, en estas tierras costumbristas, católicas y algo pacatas, lo correcto era pasar por la iglesia y “hacerlo” con Libro de Familia interpuesto. (¿Alguien puede imaginar que para alojarse en un hotel, una pareja debía presentar el dichoso Libro?)

Pues eso, que andábamos todas revueltas y el casorio nos parecía la mejor solución entre los ardores juveniles y las prohibiciones paternas, amen de las ansias de una libertad en jaula de oro que muchas escogimos creyendo firmemente que esposábamos a un “compañero” y no a un “marido al uso”. Eso sin contar con las bodas “de penalti” que fueron multitud para escarnio y vergüenza de las familias a las que les importaba más el “qué dirán” que la felicidad de sus propios hijos.

Revisando el álbum de fotos del casorio mío vuelvo a ver sonreir a aquellos amigos que ya vinieron a la boda con su cónyuge “a reconcón” y, recordando pareja por pareja, no he podido contar más que tres que sigan casadas con la misma persona; el resto, divorciados, vueltos a casar y un par de viudas recientes. Pero, ojo, no nos equivoquemos, que aquella generación mía de los 70-80 nos casábamos para toda la vida siguiendo el ejemplo ineluctable de nuestros padres; luego pasó lo que pasó y “San Francisco Fernández Ordoñez” –Ministro de Justicia de la triste UCD de triste recuerdo entre 1980-1981 que impulsó la Ley de Divorcio-nos levantó las cadenas que nos ataban a la Ley que había estado vigente durante casi cincuenta años.

De los divorciados no voy a hablar porque esos se ofrecieron una segunda oportunidad a la vista de un craso error de juventud; pero los “cincuenteañeros” (o más) con hijos rondando la treintena que siguen compartiendo tálamo y achaques merecen todo un capítulo aparte.

Tengo algunos amigos que siguen juntos después de esta maratón matrimonial y no seré yo quien les tome como referencia para lo que voy a contar aunque si se ven de refilón retratados, sepan que es un efecto colateral de mi post de hoy; nada personal.

¿Qué queda después de treinta años en común? ¿Se conserva el amor o ya sólo podemos hablar de cariño y costumbre? ¿Unen los hijos y los nietos? ¿Cuánto pesa la comodidad de saber que alguien nos ayudará cuando aparezcan las goteras en la casa del cuerpo? ¿Vale la pena vivir en soledad de dos en compañía? ¿Es la inercia típica que hace que la rueda siga girando?

La primera vez que me casé lo hice “para toda la vida”, de corazón, voluntad y espíritu enamorado. Pero no pudo ser y mira que lo intentamos. La siguiente vez que me dieron otro Libro de Familia ya tenía mis dudas sobre eso de “hasta que la muerte nos separe”, aunque yo ya tenía muy claro que, habitualmente, lo que se muere no es la persona sino el amor.

¡Treinta años con la misma persona! ¡Qué enriquecedora existencia creciendo en pareja, evolucionando de la mano, aprendiendo en tandem! Amigos, compañeros, socios, colegas, cómplices… y la vida entre los dos. Casados y la vida, como un regalo, fluyendo entre ambos.

¡Treinta años con la misma persona! Sintiendo que el hastío es más fuerte que la paciencia, agotada la generosidad del amor que se escapó escandalizado cuando llegaron los desencuentros, las faltas de respeto, la indiferencia o la rabia; toda una vida viendo la propia infelicidad en los ojos del otro y sintiendo su malestar en nuestras entrañas. Casados y la vida en contra de ambos.

Quienes nos hemos divorciado alguna vez lo hemos hecho con la humildad de reconocer que habíamos cometido un error, que nos habíamos equivocado… de sentimiento o de persona. Un divorcio no es plato de gusto para nadie, víctima o verdugo, dolientes ambos de su propia y maldita suerte; un divorcio es un trauma de proporciones mayúsculas para aquellos que se casaron ilusionados, tuvieron hijos emocionados y descubrieron una buena mañana, sin que nadie les avisara, que la persona que dormía al lado en la misma almohada era una perfecta desconocida. Y tiramos la toalla, abandonamos la carrera, dejamos de ser “corredores de fondo” y decidimos que las pruebas de resistencia no estaban hechas para nosotros.

¿Es un matrimonio de “los de toda la vida” una maratón de convivencia? ¿Una prueba de resistencia de la que uno se siente feliz y orgulloso?

Son preguntas que me hago viendo algunas vidas amargadas pero con la alianza en el dedo…todavía.

En fin.

 LaAlquimista

 Por si alguien desea contactar:

Laalquimista99@hotmail.com

 

 

 

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Filosofía de Vida y Reflexiones. Lo que muchos pensamos dicho en voz alta

Sobre el autor

Hay vida después de los 50, doy fe. Incluso hay VIDA con mayúsculas. Aún queda tiempo para desaprender viejas lecciones y aprender otras nuevas; cambiar de piel o reinventarse, dejarse consumir y RENACER. Que cada cual elija su opción. Hablar de los problemas cotidianos sin tabú alguno es la enseña de este blog; con la colaboración de todos seguiremos creciendo.


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