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Cecilia Casado

A partir de los 50

Dormir bien; un lujo a tu alcance

 

 

Siempre he sido de dormir poco pero bien; nada de remolonear en la cama a la hora que sonaba la diana ni de aprovechar el tiempo festivo para hibernar el sueño de los justos. Ni siquiera cuando era joven de verdad –ahora soy joven de espíritu nada más- me pedía el cuerpo agarrarme a la almohada desesperadamente durante diez horas como es habitual en muchos jóvenes. Supongo que yo ya tenía muy claro que la vida es breve, se escapa, es un lujo inconsciente dejar que pase por nuestro lado mientras dormimos…

Pero una cosa es hablar de cantidad y otra muy distinta de la calidad del sueño. Ahí pinchamos en hueso a partir de cierta edad. Supongo que es por el cúmulo de problemas o inquietudes que se van formando en la trasera de la razón y que salen a dar una vuelta cuando el cuerpo cierra los ojos; entonces, como fantasmas dueños del castillo, salen a pasear los pensamientos y a aporrear el silencio del descanso.

Hace ya varios años, en mi absurda ingenuidad que no termina de madurar, fui al médico de cabecera a quejarme de que me despertaba en mitad de la noche –sin motivo aparente- y luego no conseguía volver a conciliar el sueño, quedando mis períodos de descanso reducidos a tres horas, lo que no era de recibo porque tenía que hacer frente a jornadas laborales de ocho. Creí que era algo que pasaba con la edad, una especie de “gotera” que perforaría mi tejado vital y que tendría arreglo médico. Qué tontería más grande, no tardé mucho en darme cuenta.

El galeno me ofreció pastillitas para dormir, faltaría más, el típico Orfidal que es más popular que el jamón ibérico y consumido habitualmente por un porcentaje exagerado de hombres y mujeres adultos. Lo que no me contó el médico es que si me habituaba al sueño inducido me quedaría enganchada para los restos al medicamento. No me lo dijo, pero eso ya lo sabía yo porque lo había visto con mis propios ojos, así que rompí la receta en muchos trocitos y empecé a pensar.

Busqué en mi vida los motivos que me quitaban el sueño; hice una lista pormenorizada de todas las piedrecitas que llevaba en el zapato, lista encabezada por los grandes pedruscos que portaba en la mochila del alma. Y en poco menos de veinte minutos tuve ante mí, negro sobre blanco, las razones de mi interrumpido descanso nocturno.

Me recordó el hecho a esas personas que tienen el frigorífico abarrotado de alimentos sin ton ni son, restos o paquetes empezados de esto y de lo otro. Montones de comida que va buscando su sitio en las baldas sin encontrarlo realmente: hoy en primera línea, mañana empujado al rincón del fondo y, a la postre, pudriéndose indefectiblemente porque todo lleva fecha de caducidad. Lo que está  cerrado en botes acaba formando moho; los líquidos resguardados tras un tapón pierden su fórmula química y se descomponen en algo dañino. El pan se pone verde y el queso azul marino, todo cambia, se transforma, se va muriendo poco a poco encerrado en ese frigorífico/mente en el que no dejamos que nadie meta mano.

Pero un buen día hay que sacarlo todo –hacer la lista de lo que sobra o molesta- y empezar a limpiar. Y a tirar aunque nos fastidie. ¡Qué rabia la bolsa de salmón ahumado empezada que se quedó olvidada y que apesta ahora, qué rabia tirarla con lo caro que es! ¿Para qué compramos la mermelada biológica de naranja amarga a precio de oro si nadie le hizo aprecio? Ahora está cubierta de una pátina blancuzca que no augura nada bueno; ¿y si le quito la capa mala de arriba y…?

Y uno se resiste a prescindir de aquello en lo que ha invertido sueños, afanes, tiempo, cariño e ilusión. Pero está ahí, en la trastienda de la mente dejando que su estructura (emocional) se vaya descomponiendo poco a poco sin remedio. Y por la noche chirría y hace ruiditos mientras se va cayendo a trocitos…

Volviendo a la lista que hice de mis pequeños “chirridos nocturnos”, y si de verdad quería solucionar el problema de falta de sueño, me di cuenta de que tenía dos opciones: o bien agarrar el toro por los cuernos e ir limpiando “mis cosas viejas” o acomodarme a las pastillitas para los restos.

Elegí con el corazón y con la cabeza; por una vez estuvieron muy de acuerdo dos de los corceles que tiran del carro de mi vida –el tercero es el espíritu- y pusieron manos a la obra a la ingente tarea que se presentaba. Y desde entonces, hasta hoy. Ni una pastillita en mi haber. Eso sí, cada vez que me despierto en mitad de la noche ya sé lo que se me ha colado en el inconsciente y, al día siguiente, lo apunto en un papel y voy a por ello…”al frigorífico”. Sin prisas, pero sin pausa; y sobre todo,  sin cuartel.

En fin.

LaAlquimista

Por si alguien desea contactar:

Laalquimista99@hotmail.com

 

 

 

 

Temas

Filosofía de Vida y Reflexiones. Lo que muchos pensamos dicho en voz alta

Sobre el autor

Hay vida después de los 50, doy fe. Incluso hay VIDA con mayúsculas. Aún queda tiempo para desaprender viejas lecciones y aprender otras nuevas; cambiar de piel o reinventarse, dejarse consumir y RENACER. Que cada cual elija su opción. Hablar de los problemas cotidianos sin tabú alguno es la enseña de este blog; con la colaboración de todos seguiremos creciendo.


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