Sábado, ocho de la tarde, voy al cine por primera vez en varios meses. Una nueva versión de “Anna Karenina” me resulta irresistible y no dudo en pagar el precio de un par de comidas por disfrutar durante dos horas de la magna obra de Tolstoi y comprobar, una vez más, que “las familias infelices lo son cada una a su manera”. El escenario se llena de poesía en movimiento; una estética inaudita y bellísima inunda los sentidos propiciando el benéfico estupor del trabajo bien hecho.
De repente, desde mi fila elevada, comienzo a vislumbrar “lucecitas” entre los espectadores de alrededor en las filas inferiores. Veo que alguien manipula su smartphone, iluminando con su pantalla el espacio circundante. A los pocos instantes, son ya varios los “espectadores” que sacan su aparatejo y se suman, cual luciérnagas anacrónicas y desubicadas, a la iluminación virtual de la sala de cine.
Me distraigo de la película, no puedo evitarlo, y máxime cuando una señora con la que comparto reposabrazos medianero de las butacas, saca de las profundidades del bolso el suyo y empieza a escribir un mensaje que, evidentemente, es urgente, muy urgente o urgentísimo enviar. No puedo evitar dirigirle una mirada reprobatoria que queda difuminada entre las luces de la película y las sombras de mi incipiente malestar.
Y así todo el rato; dos horas en un cine pero conectados al mundo del whatsapp por si al marido le ha dado un infarto mientras la mujer ha ido con las amigas al cine, o para quedar a la salida en el bar de costumbre a la hora de siempre con la cuadrilla de todos los días o, lo que es peor, para navegar un poco por Internet a ver si en el mundo está pasando algo en ese momento más interesante que el “amour fou” de Anna por el Conde Bronsky.
Y yo les pregunto a todas estas personas que tienen más relación con su smartphone que con el ser vivo que tienen a su lado… “¿Estáis tontos o qué?”. Sí, tontos, con todas las letras, porque eso es lo que es no saber utilizar una herramienta magnífica en su justa medida dejando que la tecnología invada la libertad personal y envicie o estropee casi en la práctica totalidad de los casos las relaciones interpersonales.
Mi buena amiga que, algunos fines de semana, va a los mejores restaurantes a servir mesas, lo confirma. Ni le atienden cuando va a ofrecer postre o café ya que, habiendo los comensales terminado su condumio principal, todos han echado mano de sus móviles y están a lo suyo, enfrascados en las pantallitas enviando mensajes después de haber fotografiado -y supuestamente colgado en Facebook- los platos que les han servido y que han “compartido” con sus amigos como otra forma de expandir la envidia y la estulticia virtualmente.
¿Cuál es el límite entre el uso y el abuso de algo que, siendo intrínsecamente positivo, pueda llegar a convertirse en una limitación para el intelecto humano? !Si se ven por todas partes parejas que no se hablan porque cada uno está pendiente de su pantalla, cuadrillas enteras de chicos y chicas en un bar, en un parque, en cualquier sitio enfrascados en enviarse mensajes por whatsapp INCLUSO a quien tienen al lado…! Ya ni quiero imaginar cómo hará esta gente el amor -si es que son capaces de recurrir todavía a una técnica de relación interpersonal tan anticuada…
Chistes aparte, porque personalmente no me hace maldita la gracia la cuestión, estoy librando mi campaña individual contra la utilización estúpida de estos aparatos. Es decir: si estás conmigo, estás conmigo; y si no, nos vemos otro día. Mayormente cuando te hayas olvidado el smartphone en casa…
En fin.
LaAlquimista
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