El cuento de los miércoles. "El divorcio de Lola". (I) | A partir de los 50 >

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Cecilia Casado

A partir de los 50

El cuento de los miércoles. “El divorcio de Lola”. (I)

 

Me llamo Dolores y no me gusta que me digan Lola. Tengo que dejarlo bien claro cuando me presentan a alguien que si no, se toman la confianza, “Dolores, ah, ¿Lola entonces?”, “no, ni entonces ni ahora, Dolores, sin anestesia” y ahí ya se van dando cuenta de qué sentido del humor más retorcido tengo, es que le obligan a una a ser borde, la verdad. El problema es que no sé cómo empezar a contar las cosas, aunque comprendo que el primer párrafo de un libro es lo más importante, que para atraer la atención del lector hay que engancharlo con algo original, aunque a mí lo de “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.” tampoco me parece nada del otro mundo a pesar de que después García Márquez dejó bastante bonitas las siguientes cuatrocientas páginas.

 Tengo cincuenta y dos años y hace cuatro meses que no practico el sexo; ya sé que es un poco extemporáneo empezar hablando de mi vida (o mejor dicho, de mi no-vida) sexual, pero como diría el psicólogo al que estuve yendo durante tres años, siempre incluyo mis prioridades en mi currículo, pero como estoy casada, quiero decir que posibilidades hay, aunque visto lo visto, no muchas y cada vez menos.

En realidad es más determinante para lo que voy a relatar el cómputo de mis prestaciones sexuales que mis datos académicos o laborales puesto que, al fin y a la postre, van a ser las hormonas las que han influido directamente en mi devenir de los últimos años y, sobre todo, en ciertas decisiones vitales que me he visto impelida a tomar.

Mi marido, Damián, me mira y ya no me ve excepto cuando traigo la cena de la cocina a la sala y se la pongo en la mesita pequeña delante de la tele, que es donde le gusta cenar y no es que yo me oponga, porque ha llegado un momento en nuestra relación que me da bastante igual lo que él haga, de la misma forma que él no se da por enterado de que estoy a dieta, como la mayoría de las mujeres de mi edad.

Es curioso que a partir de ciertos sustos en la báscula del baño –que por otro lado mi marido ignora excepto cuando se tropieza con ella al salir de la ducha y se aplasta algún dedo- las mujeres compensamos el exceso de peso con una disminución de la autoestima y los hombres se acarician la barriga como si dentro hubiera una especie de Santo Grial o así.  No es que me vea gorda en el espejo, sino que he tomado la decisión de separarme de mi marido después de treinta años bien contados y quiero estar lo más presentable posible para la próxima etapa que se avecina.

Esta decisión todavía no se la he comentado a nadie, ni siquiera a Damián, ya que estoy buscando el momento oportuno o la coyuntura adecuada que se podría decir. Pero va a misa, eso seguro.

La decisión de poner mi vida (y la de mi marido) patas arriba no ha sido el resultado de años de aburrimiento o quilos de frustración, sino que me vino así como una inspiración divina, recordándome a esa imagen que nos hacíamos de pequeños con el espíritu santo y una lengua de fuego. No sé porqué se me ha ocurrido ese símil si ni siquiera piso una iglesia desde el último funeral, supongo que son fotos fijas que una tiene en el cerebro después de tantos años de misas y rosarios.

Si tuviera que describirme diría que no soy ni alta ni baja, ni fea ni guapa y que tengo la desgracia de ser una mujer “del montón” y que desde niña pertenezco al mismo montón, no puede una salirse así como así del grupo al que le ha destinado la vida y los genes. Mi padre me decía aquello de que “la suerte de la fea la guapa la desea” y hasta los quince estuve bien convencida de que yo era fea, no entendía el sentido amplio de la frase, la paradoja y las posibilidades que encerraba, pero hubo un momento a partir del que ya fui consciente de que la labia, una sonrisa bien puesta, la viveza en el gesto y las ganas de vivir suplían, cuando no compensaban, la ausencia de guapura.

Quizás en contrapartida tengo un carácter lo suficientemente fuerte como para ser capaz de emprender batallas diversas y perderlas sin que se me mueva ni un pelo. Digamos que soy de tipo “mediterráneo”, es decir con todo bien puesto en su sitio hasta que empezaron a venir los hijos y con todas las concesiones que hay que hacer a partir de los cincuenta a la ley de la gravedad. Alguna vez me planteé mandarme hacer alguna “cosilla”, tipo liposucción o hacer desaparecer las bolsas de debajo de los ojos, pero siempre me ha dado una pereza tremenda, que el post operatorio de esas cosas hay que tomárselo con calma y estar reposando sin hacer nada durante unas semanas, imagínate el pitorreo en el trabajo si me tomo una baja para que se me quiten los moratones de los ojos que todos iban a pensar mal del pobre Damián, aparte de que siempre he preferido gastarme el dinero en otras cosas, por ejemplo, un sofá de cuero para la sala o un coche pequeño para mí; prioridades a fin de cuentas.

Así que sigo con mis quilos de más y mis arrugas a juego aunque no estoy tan mal para mi edad porque los hombres me siguen mirando con ojos maliciosos, pero bien es verdad que los que me hacen algún requiebro son todos algo mayores para mí, vamos, de sesenta en adelante, los “maduros interesantes”, a esos, los miro yo. Tengo unas manos bonitas, “de pianista” solía decirme Damián y como tampoco he fregado mucho en mi vida pues se conservan bastante bien.

Mi boca llama mucho la atención por lo grande y los piropos más divertidos –y bestias- que me han dirigido siempre hacían alusión a esa cueva roja, porque procuro mantenerla roja, bien pintados los labios siempre, para ir a trabajar lo mismo que para comprar el pan o salir con mis amigas de fiesta; aunque no gano para pañuelos y dejo siempre mi marca en tazas, copas y vasos pero es como más sexy, más de anuncio sofisticado y a mí me gusta. Mis iconos femeninos fueron Mae West y Marilyn, nada de boquitas de piñón ni labios de fresa, una boca como está mandado y punto.

Los pies son lo que menos me gusta de mi cuerpo, son feos, los dedos están montados unos encima de otro como resultado de muchos años con zapatos demasiado estrechos, pero unos buenos tacones me han dado mucha seguridad aunque me mermaran el equilibrio. Ahora, ya mediados casi los cincuenta, me he hecho adicta de esos zapatos anodinos que respiran y casi andan solos, pero que son un alivio para las piernas y previenen las varices que tengo mucho miedo de que me salgan como tiene mi madre que es un mapa fluvial lo de la pobre.”

LaAlquimista

Foto: Amanda Arruti

*Me vendrían bien sugerencias para el 2º capítulo…

Por si alguien desea contactar:

laalquimista99@hotmail.com

 

Temas

Filosofía de Vida y Reflexiones. Lo que muchos pensamos dicho en voz alta

Sobre el autor

Hay vida después de los 50, doy fe. Incluso hay VIDA con mayúsculas. Aún queda tiempo para desaprender viejas lecciones y aprender otras nuevas; cambiar de piel o reinventarse, dejarse consumir y RENACER. Que cada cual elija su opción. Hablar de los problemas cotidianos sin tabú alguno es la enseña de este blog; con la colaboración de todos seguiremos creciendo.


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