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Cecilia Casado

A partir de los 50

El cuento de los miércoles. “El divorcio de Lola” (IV)

“Dice Soco que para encontrarme a mí misma (que yo no sabía que andaba perdida hasta que ella me lo dijo, hay que ver lo que se aprende teniendo una amiga psicóloga) digo, que dice ella que es muy bueno escribir un diario, aunque se sea ya una persona mayor, que eso ayuda enormemente a sacar de dentro los fantasmas y se puedan airear los entresijos de la mente y del alma; y digo yo que a buenas horas mangas verdes, que un diario no lo pude escribir cuando era niña porque mi prima Adela me dijo que el suyo lo escribía poniendo las cosas al revés porque sabía que su madre se lo leía a sus espaldas y así se sentía feliz de poder engañarla y vengarse un poco, y ante la perspectiva de que mi madre hiciera lo mismo con el mío –por aquello de ser igual que su hermana- siempre me negué a escribir mis cuitas o mis sueños en el papel y si alguna vez me regalaron algún librito de esos con candadito enano, seguro que no le hice ni caso. Pero Soco dice que ahora es diferente, que el ser humano debe tomar conciencia de su propia realidad y enfrentarse a ella sin reparos, dejando de lado el miedo y la pereza. Todo ese discurso ya me lo sé que para eso me he leído un montonazo de libros de autoayuda aunque, la verdad sea dicha, de la mitad no entendí ni la mitad, pero voluntad sí que le puse, sí.

Eso me lleva a una de mis pasiones: la lectura. En casa de mis padres había muy pocos libros, bien porque mi madre decía que no tenía tiempo para leer porque tenía que coser, bien porque mi padre decía que no tenía tiempo para leer porque tenía que trabajar. Así que ambos dos se apuntaron a la excusa intemporal del “no tengo tiempo” y dejaron que su incultura particular se convirtiera en una cultura general del tres al cuarto; o lo que es lo mismo, una porquería. Yo supe que era una autodidacta cuando leí por primera vez esa palabreja en uno de los libros que tomaba prestados de la biblioteca pública y me sentí muy orgullosa de mí misma y hasta casi me convencí de que, aun no teniendo estudios superiores, sabía muchísimo más que algunos universitarios que conocía.

Porque esa fue otra: el no haber podido ir a la Universidad. Desde siempre se dio por sentado en casa que yo aprendería cuatro cosas básicas –a elegir entre Corte y Confección, Estethiciènne –así en francés- o Mecanografía y Taquigrafía- para poder ganar un sueldo que me permitiera cierto desahogo, pero bien entendido que mi destino era casarme y “fundar una familia”, como decía mi madre con una voz tan pomposa como si yo estuviera llamada a realizar el descubrimiento de la vacuna contra el cáncer o algo por el estilo.

-“¡Niña, deja ya de leer y ven aquí que hay muchas cosas que hacer…!”, y ante esa orden tan temida, que me obligaba a cerrar el libro en el que estaba viviendo en ese momento, hacía oídos sordos las dos o tres primeras veces hasta que mi madre aparecía en mi cuarto y me arrancaba el libro de las manos. No es que fuera una bruta –mi madre- sino que tenía muy claro el orden de prioridades: primero lo primero –es decir, lo que ella mandara- y luego todo lo demás. Así que yo tenía que leer fuera de horas, es decir, una vez terminadas mis tareas escolares y domésticas. Pero cuando llegaba el domingo y me buscaba cualquier excusa para quedarme en casa leyendo ahí ya se armaba la de Troya.

–         Pero hombre, dile algo a la niña que no es normal que se quede en casa con el tiempo que hace sin salir por ahí con las amigas…

Y mi padre siempre tan contemporizador él:

–         Oye a mí no me metáis en vuestros líos… que ya es mayorcita para saber qué es lo que le conviene.

Yo se lo agradecía desde mi adultez de los trece o catorce años aunque no es que fuera una obsesa de la lectura sino que ponía en una balanza el plan con las amigas que consistía en pasarnos la tarde calle arriba calle abajo, dando vueltas como perros alrededor de una farola por los sitios donde se juntaban los chicos y hacer cada vez que nos cruzábamos con ellos como si estuviéramos interesadísimas en nuestras conversaciones inventadas para luego comentar atropellándonos las unas a las otras:- “pues me ha mirado, me ha mirado”, -“anda, pues a mí también, qué cara más dura”, -“¿quién yooo”, -“no, él…”. Y así hasta las nueve y media que la tropa daba media vuelta y todas a casa medio corriendo para no perdernos la sopa y la tortilla de patatas de la cena, amen de evitarnos una bronca, obviamente.

Así que, para hacer el tonto en la calle, prefería quedarme en mi habitación leyendo.

Problema más grande era encontrar libros de mi agrado para leer, que no es como ahora que hay bibliotecas por todas partes y hasta puedes tomar en préstamo películas y música. En el tiempo del que hablo para poder sacar libros de la Biblioteca Municipal tenías que ser mayor de edad o presentar una autorización paterna lo que ya era más difícil de conseguir, no porque mi padre se opusiera a que yo leyera compulsivamente, sino porque él tenía que acompañarme para poder sacar los libros –nunca más de tres a la vez- y como terminaba su trabajo y se iba al bar a echar la partida teníamos que ir los sábados por la tarde a realizar la operación de marras y eso a él no le gustaba –ni a mi madre tampoco- porque los sábados por la tarde los dedicaban a otros menesteres. (Como hacer chapucillas en casa, ir de compras o ir al cine, que eso sí que les gustaba mucho). Así que tenía que administrarme con cuidado la lectura para no quedarme un lunes o un martes sin nada que leer. Luego fui pidiendo libros para el cumpleaños y como regalo de Navidad y si me daban dinero pues ya sabía yo donde ir a comprarlos de segunda mano que era la mejor manera de estirar el poco dinero que conseguía.

Pienso ahora en aquellas maniobras que tenía que hacer para poder acercarme un mínimo a la cultura y me entran ganas de llorar, de verdad, que así crecimos toda una generación de chicos y chicas sin más referente intelectual que el que nos ofrecía la televisión que era la novedad más estridente que ocurrió en los años sesenta en este país y tan sólo aquellos que tuvieron la magnífica suerte de crecer en un ambiente adecuado –por lo cultivado- tuvieron acceso al camino que lleva al conocimiento de uno mismo.

La última frase del anterior párrafo me ha quedado redonda, como si yo fuera una erudita en filosofía o humanidades, pero qué verdad es que en el reino de los ciegos el tuerto es el rey y yo fui durante muchísimos años (y todavía ahora) un bicho raro entre mis amistades que, si eran masculinas, se preocupaban del deporte en general y de las chicas en particular y si eran femeninas no tenían interés más que en los actores de cine en general y en los chicos en particular. Vamos, que nuestros horizontes vitales eran pobres y no por falta de oportunidades sino por ausencia de ambición de nuestros padres que no nos empujaron a luchar por acceder a mayores y mejores posiciones. Que no me digan que la culpa fue nuestra, que yo bien que intenté estudiar algo más de lo que me dejaron, aquellas tristes clases de mecanografía y taquigrafía, como si el súmun del desarrollo intelectual para una chica inteligente fuera servirle cafés al jefe y tomar nota de sus cartas al dictado con las piernas bien dobladas  –como se veía en las películas de la época-.

No es que en casa no hubiera dinero para pagar estudios, que sí que lo había para tener un pisito en Benidorm que se compraron mis padres con unos dineros que recibieron de los abuelos, sino porque no había “mentalidad”. La maldita mentalidad que lo regía todo, que lo excusaba todo, que lo permitía todo. No sé porqué le llamaban así, “mentalidad”, como si fuera una patente de corso para no pasarse de la raya, para hacerlo todo “como está mandado” y según mandaban los cánones de la época. Era la mentalidad de un tiempo en que las “señoritas de casa bien” hacían unas cosas y las “chicas buenas”–grupo en el que me encuadraba mi madre por lo menos dos veces al día- otras mucho más aburridas.”

LaAlquimista

*¿Precisiones sobre el 4º capítulo o una ayudita para el 5º ?

Foto: Amanda Arruti “Go”

Por si alguien desea contactar:

laalquimista99@hotmail.com

Capítulos I-II y III.

https://blogs.diariovasco.com/apartirdelos50/2013/04/17/el-cuento-de-los-miercoles-el-divorcio-de-lola-i/

https://blogs.diariovasco.com/apartirdelos50/2013/04/24/el-cuento-de-los-miercoles-el-divorcio-de-lola-ii/

https://blogs.diariovasco.com/apartirdelos50/2013/04/30/el-cuento-de-los-miercoles-el-divorcio-de-lola-iii/

Temas

Filosofía de Vida y Reflexiones. Lo que muchos pensamos dicho en voz alta

Sobre el autor

Hay vida después de los 50, doy fe. Incluso hay VIDA con mayúsculas. Aún queda tiempo para desaprender viejas lecciones y aprender otras nuevas; cambiar de piel o reinventarse, dejarse consumir y RENACER. Que cada cual elija su opción. Hablar de los problemas cotidianos sin tabú alguno es la enseña de este blog; con la colaboración de todos seguiremos creciendo.


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