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Cecilia Casado

A partir de los 50

Paseos con mi perro (II) Las manías del ser humano

Cuando empecé mi relación con Elur –acabamos de celebrar nuestro segundo aniversario- pensé que pasearlo a primera y última hora del día para que hiciera “sus cosas” (el resto de la jornada paseamos por el puro placer de compartir), iba a suponer un aburrimiento. Enseguida me dí cuenta de que la gente –excepto la muy mayor- aprovechaba el rato para hablar por el móvil mientras el perro se afanaba en lo suyo o que pegaba la hebra con otros dueños de perros para intercambiar comentarios bastante superficiales; ya se sabe, hablar del tiempo y de las vicisitudes perrunas, que no son ni la mitad de interesantes que las vicisitudes humanas.

Como soy poco dada a dejarme llevar por la cháchara anodina, creo que ya me he ido labrando en el barrio la fama de estirada. A cambio, he ido aprovechando los paseos “obligados” para observar puntillosamente lo que ocurre en un kilómetro a la redonda de mi casa.

Hoy voy a hablar de un vecino desconocido, de edad más que provecta, al que solía encontrar varias veces parado al lado de su coche, limpiándolo con una bayeta. Quitándole el polvo, más bien, porque no se le puede ocurrir salir con cubo y agua en mitad de la calle ya que se lo comerían vivo las fuerzas vivas del barrio (léase amas de casa y jubilados). El caso es que, ayer mismo, y hacia el caer de la tarde, descubrí que tiene pareja. (Había llegado a pensar que cuidaba tanto los cromados de su coche porque no tenía a su lado a ninguna persona humana, que para manías hay muestrario de sobra en este mundo).

El caso es que estaba con él una señora –supongo que la suya- trapo en ristre en una mano y con una botella de spray limpiador en la otra mano, dándole y dándole a los muelles que hay en el interior del capó y que hacen que este se abra y se cierre. Esas piezas del interior del coche que, a fuerza de estar engrasadas para que cumplan con su función, van soltando suciedad negra que se queda incrustada en el ángulo superior derecho interior del portón trasero del coche. Uf.

Pues ahí estaba la buena mujer, dale que te dale, con el “flis-flis” y paso yo y se me salta la sonrisa –que no la risa- y el marido me mira y me sonríe con cara de decir: “es que mi mujer es una maniática de la limpieza” y va ella, que se da cuenta de la jugada y se vuelve y me mira y me pone la típica cara de “métete en tus asuntos” y yo voy y le digo: “nada, nada, a limpiar que son dos días, buenas noches” y me voy siguiendo el trotecillo ligero de Elur que él también sabe dónde vale la pena pararse y dónde no.

La escena callejera me hizo pensar en esas personas –mujeres en su mayoría, me temo- que están obsesionadas con la limpieza doméstica. Ésas que limpian sobre limpio cada día; que vigilan los átomos del polvo que se ha posado sobre la mesa del comedor, ésas que cubren con sábanas blancas los sillones para que no se ajen con la luz del sol, ésas que hacen de la escoba, el trapo y el plumero sus “armas de mujer”.

Cuidan su casa como si fuera su castillo. Limpian los armarios de la cocina –por dentro- una vez a la semana; lavan las cortinas cada veintiocho días –aprovechando la luna llena- y sienten como una afrenta personal si alguien les ensucia un centímetro cuadrado de su “resplandeciente territorio”.

Otra cosa no suelen hacer, no, aparte de demostrar a quien quiera asomarse por su vida que ellas tienen la casa “como los chorros del oro” y… poco más.

Aunque lo fácil es criticar desde fuera –como estoy haciendo ahora- dejándome (casi con toda probabilidad) en el tintero de la imaginación la satisfacción y el orgullo que sienten ellas por cumplir con su obligación de amas de casa.

Sí, ya sé, que viene el modelo de fábrica con una educación restrictiva a lo doméstico, sin más horizonte que el cuidado del marido y los hijos y, cuando estos se van y el marido ya no va a trabajar, no les queda más que su casa como horizonte autorrealizador. No quiero burlarme de ellas sino suscitar una reflexión por si alguna “limpiadora compulsiva” me llega a leer.

Les diría –si me permitieran decirles algo- que es fantástico cómo tienen de limpia su casa, que ojalá la mía estuviera tan txukuna y reluciente y que pueden sentirse orgullosas de la labor que –todavía- realizan. Pero que escuchen a sus seres queridos cuando les dicen que no hace falta que se dejen el higadillo limpiando seis horas –o más- al día, que ya no tienen edad para cansarse, que ellas también pueden jubilarse de una vez por todas y dejar que la luz de la mañana y la luz de la vida “ensucie” y alegre sus existencias.

Aunque me temo que sería tiempo perdido… Recuerdo una vez, cuando a una de ellas –porque he conocido unas cuantas- le llevé una vez un libro. Me dijo taxativamente que ella no tenía tiempo para leer porque tenía que ocuparse de “su casa”. Con setenta años pasados, tú…qué devoción.

En fin.

LaAlquimista

Por si alguien desea contactar:

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Filosofía de Vida y Reflexiones. Lo que muchos pensamos dicho en voz alta

Sobre el autor

Hay vida después de los 50, doy fe. Incluso hay VIDA con mayúsculas. Aún queda tiempo para desaprender viejas lecciones y aprender otras nuevas; cambiar de piel o reinventarse, dejarse consumir y RENACER. Que cada cual elija su opción. Hablar de los problemas cotidianos sin tabú alguno es la enseña de este blog; con la colaboración de todos seguiremos creciendo.


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